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Los primeros pinitos de Donald Trump en la política, cuando barruntaba presentarse a las elecciones presidenciales de 2012, los plantó sobre la base de la teoría de que Barack Obama no había nacido en Estados Unidos, sino en Kenia, y, por tanto, era un presidente ilegítimo. El bulo, fomentado sobre todo por miembros del movimiento ultraconservador del Tea Party contra el primer presidente negro de la historia, encontró en el magnate neoyorquino a su mejor embajador. Trump paseó por todas las televisiones alentando esas especulaciones, ofreciendo incluso donaciones millonarias si alguien le daba una prueba del nacimiento de Obama en suelo americano.

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La mentira rodó y rodó, engordando como una bola de nieve, hasta el punto de que en abril de 2011 el demócrata se vio obligado a enseñar públicamente su certificado de nacimiento: 4 de agosto de 1961 en Honolulú (Hawái). Y, aun así, Trump siguió alentando las dudas, cuestionando la validez de esos documentos. El birtherismo (del inglés, nacimiento), como se conoce a esa teoría conspirativa, sobrevivió durante años, convertido casi en una ideología, que apelaba de forma tácita a las bajas pasiones racistas. No fue hasta septiembre de 2016 cuando Trump rectificó (y endosó el origen del embuste a Hillary Clinton, otra falsedad). Para entonces, un 21% de los estadounidenses (33% en el caso de los votantes republicanos) creía que el presidente demócrata había nacido fuera de Estados Unidos y un 21% decía ignorarlo.

Hoy, en la idea de unas elecciones fraudulentas que están a punto de colocar en la Casa Blanca a un presidente ilegítimo ha encontrado Donald Trump el nuevo pegamento, la nueva religión con la que mantener activas y unidas a sus bases. El republicano no perdió contra Joe Biden, le robaron la victoria a través de múltiples fechorías en todos los Estados clave. Ese relato, que más de la mitad de sus votantes cree fidedigno (según las diferentes encuestas elaboradas desde el día de la elección, el 3 de noviembre) y que cimenta su nueva cruzada. Una cruzada por la democracia y, según dijo ya en una fiesta esta semana, un objetivo último: volver a ganar las presidenciales en 2024.

Solo Grover Cleveland, el primer presidente demócrata elegido tras la Guerra Civil (1885-1889), ha conseguido a lo largo de la historia de Estados Unidos volver a la Casa Blanca para un segundo mandato (1893-1897) cuatro años después de haber perdido en las urnas. Otros, como Ulysses Grant o Theodore Roosevelt, lo intentaron y fracasaron. “Una vez los presidentes pierden, aunque ahora cueste imaginarlo, el interés público en su figura baja ostensiblemente y es difícil reconstruir ese apoyo para una nueva campaña electoral. Además de eso, el hecho de que un presidente pierda una elección indica debilidad y los partidos políticos son reticentes a invertir sus recursos y su futuro en alguien que puede no conseguirles de nuevo la Casa Blanca”, explica Julian Zelizer, historiador y profesor de Políticas Públicas de la Universidad de Princeton.

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Nadie tiene muy claro estos días en Washington que Trump hable en serio y qué pretende dejando claro que aspira a una nueva presidencia. Pero es evidente su interés en que se hable de ello. El republicano ha difundido la idea de volver a presentarse en 2024 entre sus allegados desde que se celebraron las elecciones y el pasado martes, durante una fiesta con republicanos en la Casa Blanca, lo hizo con sus propias palabras ante un público numeroso. “Han sido cuatro años fabulosos, estamos intentando tener otros cuatro años. Si no es así, os veré en cuatro años”, señaló, en un discurso grabado por asistentes y difundido por los medios. Tendrá entonces 78 años, los mismos que ahora Biden. Algunas fuentes del círculo del presidente, bajo condición de anonimato, han llegado a decir que anunciará formalmente su candidatura antes de que acabe este año, o el mismo día de la toma de posesión de Biden, el 20 de enero, para arañar el protagonismo.

La diferencia entre Trump y Grover Cleveland, ese único presidente en la historia que recuperó la Casa Blanca tras perderla, es que el segundo ganó las dos elecciones también con la mayoría de votos populares. Y Trump fue presidente sacando casi tres millones de votos individuales menos que Clinton en 2016 y, esta vez, ha perdido por seis millones de diferencia respecto a Biden. Aun así, los republicanos observan su capacidad de agitar a las masas y los 74 millones de votos que ha obtenido ―11 más que en 2016― como un termómetro y callan pese al esperpento en que se ha convertido su cruzada judicial contra los comicios.

El equipo legal de Trump ha perdido todos y cada uno de las decenas de pleitos impulsados. El viernes, en el lapso de tres horas, entre demandas y recursos, los tribunales le tumbaron cinco de las últimas iniciativas, en Minnesota, Michigan, Arizona, Wisconsin y Nevada. Autoridades republicanas y demócratas de dichos Estados han respaldado las garantías del sistema. Pero, como ocurrió con el certificado de nacimiento de Barack Obama, nada de eso basta y resulta muy probable que, dentro de unos años, millones de estadounidenses sigan respondiendo en encuestas que en noviembre de 2020 hubo un gran fraude electoral y Biden ganó de forma sucia.

Desde el día de las elecciones, agitando los fantasmas del fraude, la campaña de Trump ha recaudado ya 200 millones de dólares (unos 165 millones de euros) de donantes y la mayoría se destina a un Comité de Acción Política cuyo fin es sufragar sus actividades políticas postpresidenciales, bajo el nombre de Salve a América. Según una encuesta de Morning Consult y Político publicada la semana pasada, un 53% de los votantes republicanos apoyaría a Trump en unas primarias para 2024, seguido a mucha distancia por otros nombres que se barajan como futuro candidatos: el vicepresidente Mike Pence (12%), el senador Tom Cotton o la exembajadora ante la ONU Nikki Haley, que quedan por debajo del 5%.

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Trump vuelve a marcar el paso a un Partido Republicano que, como ocurrió con el Demócrata tras la derrota de 2016, debe ahora abrir su proceso de reflexión y selección de un líder para recuperar el Gobierno. “La idea de que vaya a presentarse en 2024 me parece absurda, pero todo el tiempo que pase mientras amenaza con hacerlo, o mientras se lo plantea, o si lo hace, va en detrimento del Partido Republicano, porque los nuevos aspirantes se van a quedar congelados. No van a ser capaces de captar financiación, de reclutar voluntarios. Deben esperar a que deje el escenario”, apunta el estratega republicano Rick Tyler. “Tampoco veo a ninguno de los posibles relevos con la capacidad de liderazgo y visión alternativa que lleve a los seguidores de Trump a abandonarlo. Así que Trump va a dominar el campo republicano todo el tiempo que él quiera, pero no va a volver a ser presidente”, añade.

Mientras, Trump hace caja: buena parte de su actividad política ha servido para engrosar los ingresos de sus negocios, con estancias en sus lujosos establecimientos, y eso puede continuar. Por ejemplo, los posibles sobrecostas cobrados por su hotel de la ciudad de Washington con motivo de la inauguración presidencal, en enero de 2017, está ahora en los tribunales.

Fuera de la Casa Blanca, deberá demostrar su capacidad de mantenerse en el centro de atención y marcar la agenda republicana, de ganarle la partida al tiempo y el precedente de la historia. Pero también le esperan otros retos más prosaicos que pueden dejar en nada cualquiera de estas aspiraciones actuales: los más de 400 millones de dólares de deuda que lastran su grupo empresarial y el riesgo de hasta una docena de posibles delitos federales, por los que, mientras ejerciera la presidencia, no podía ser procesado: de obstrucción a la justicia a fraude fiscal, pasando por difamación o financiación ilegal de campaña.

Los republicanos contienen el aliento mientras tanto. El 5 de enero, el partido se juega en Georgia en una segunda vuelta la elección sobre dos escaños del Senado que pueden decidir su mayoría en la Cámara alta de Estados Unidos y, con ella, la posibilidad de dejar a la Administración de Biden maniatada. Desautorizar a Trump puede restarles votos, corroborar las acusaciones de fraude puede desmovilizar a los votantes y abre grietas con las autoridades locales, también republicanas. De momento, gana el silencio: The Washington Post preguntó esta semana a los 249 miembros republicanos del Senado y la Cámara de Representantes en Washington y 221 se negaron a señalar a Biden como ganador. El aún presidente tiene previsto acudir este sábado a Georgia a darse un baño de masas y, probablemente, avivar la teoría del robo electoral. El agente del caos sigue en el escenario.

Por AMANDA MARS

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