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JUAN T H

Altice

Jamás pensé que Danilo Medina se negaría a sí mismo desde la presidencia de la República, que haría todo cuando criticó y negó, que su gobierno fuera lo mismo que el anterior, pero en demasía, que rompería todos los cánones de la pulcritud, la decencia y el sentido ético de la política.

Aquel hombre que criticó tan acremente la corrupción, el despotismo, el uso inadecuado de los recursos públicos, el que dijo tener un látigo para castigar las inconductas, el que hizo suya la frase de Juan Bosch de que ningún peledeísta se haría rico con los fundos públicos, el que  prometió durar sólo cuatro años en el poder y ni un día más, para irse a su casa y disfrutar de su familia; pero, desde que llegó al Palacio Nacional se convirtió en otra persona. Franz Kafka jamás podría imaginar una metamorfosis tan espectacular, mayor que la de Gregorio Samsa, el protagonista de la obra del famoso escritor Checo.

Las veces que conversé con Danilo –la primera fue en casa de mi viejo amigo Francisco Javier García- me pareció un hombre con un pensamiento estratégico interesante, más que nada un  buen dirigente del PLD, bien intencionado. Las otras veces conversamos en su oficina de la Lincoln, propiedad de Gonzalo Castillo, reafirmé ese criterio. No tenía motivos para creer lo contrario hasta que llegó al poder.

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Igual que el personaje de Kafka, creyó tener la misión de sacar a su familia de la pobreza de origen en su natal Arroyo Cano, de San Juan de la Maguana. La metamorfosis o transformación, como en alemán se llama la narrativa, me pareció inverosímil. Danilo se convirtió –desde el Palacio Nacional- en otra persona.

Pepe Mojica, el ex presidente  de Uruguay, la tierra ilustre de Eduardo Galeano y Mario Benedetti, suele decir que  “el poder saca a flote la verdadera naturaleza de los seres humanos”.  Y es verdad. Danilo Medina es una muestra palpable. Marx lo dijo mucho antes con otras palabras.

La voracidad del mandatario, reflejada en su familia y en su entorno más íntimo, solo tiene como símil, al dictador Rafael Molina Trujillo, dueño del país durante más de 30 años junto con  sus hermanos, esposa, amantes, familiares y relacionados. El nepotismo era –y lo es hoy- similar al de las monarquías medievales.

La Constitución que Danilo juró cumplir y hacer cumplir es bastante clara  al respecto en su artículo 146, condenando y castigando la corrupción y el despotismo: “De igual forma, será sancionada la persona que proporcione ventajas a sus asociados, familiares, allegados, amigos y relacionados”. La ley 41-08 de función pública, tantas veces ignoradas y violadas por  los funcionarios, incluyendo al propio presidente, es categórica.

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El despotismo que se práctica en nuestro país ni siquiera es “ilustrado” como el del siglo XVlll en Europa. Danilo es un déspota sin luces intelectuales o culturales que le permita darle al Estado una visión moderna.

“Despotismo: en el lenguaje político en el que las palabras se utilizan sobre todo por su carga efectiva, despotismo es hoy simplemente un sinónimo de las formas políticas negativas y condenadas: totalitarismo, dictadura, tiranía, absolutismo, autocracia”, dice el diccionario político de Aníbal D’ Ángelo Rodríguez.

Las denuncias de enriquecimiento ilícito de familiares, amigos, funcionarios, asistentes, secretarias, y relacionados del presidente Medina, no cesan. Las redes sociales –jamás la gran prensa- ofrecen detalles espeluznantes sobre el nivel de corrupción,  saqueo y robo vulgar de los bienes del Estado, sin que el Ministerio Público, la Cámara de Cuentas y  el Congreso, investiguen lo que está a la vista de todos.

Hay que decir, sin temor a equívocos, que en las manos de Danilo el país ha retrocedido en términos éticos y morales, que la democracia ha sido lastimada, que  han sido atropellados y burlados los derechos ciudadanos, que no vivimos en un Estado democrático de derechos como dice la Constitución. Es decir “la guagua está en reversa”, como diría Juan Luis Guerra.

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