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Diego Armando Maradona ha fallecido este miércoles a los 60 años víctima de un paro respiratorio, según han confirmado fuentes de la familia a EL PAÍS. Una semana después de su último cumpleaños, el astro argentino fue operado con éxito de un edema cerebral y el país celebró otra gambeta de su héroe dramático, pero sería la última. Tantos años de excesos, descuidos y conflictos emocionales terminaron por corroer su salud. Si ser Maradona y tener un solo cuerpo siempre fue una lucha desigual, en su última aparición como técnico de Gimnasia aparentó arrastrar el físico de alguien de 80 años, o más. Los inmortales también sufren.

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En esa imagen, en la que Diego solo podía caminar ayudado por dos auxiliares, pareció concentrarse su historial clínico: su vieja adicción a la cocaína; un corazón que hacía varios años trabajaba al 30%; la obesidad que lo golpeó a comienzos de siglo -llegó a pesar 120 kilos-; el by pass gástrico al que había sido sometido en 2004; sangrados estomacales cada vez más habituales; problemas severos con el alcohol; un puñado de operaciones que sufrió en sus rodillas y la infinidad de golpes brutales que recibió en su época de jugador, incluida la fractura de un tobillo.

Su muerte sacude al deporte mundial con un colapso de tristeza sin fecha de vencimiento a la vista: el duelo que empezó a flotar en las calles de Buenos Aires y el resto del país no será de esos que se disipen en años sino en generaciones. La muerte de Diego Armando Maradona supone el final de la edad de los héroes. Ídolos, genios y productos deportivos habrá siempre, pero Maradona excedió la condición de futbolista: fue un número 10 hecho país, una reivindicación popular en pantalones cortos, el milagro posible para una porción del mundo en la que el viento sopla en contra.

Si el vocabulario de su etapa como futbolista giró alrededor de goles, proezas y actos de magia, ya retirado le sumó términos como dependencia de drogas, afecciones cardíacas, problemas respiratorios, hipertensión, apneas de sueño, miocardiopatía dilatada, diabetes, anemia, borracheras, debilidades hepáticas, episodios de confusión mental y función renal alterada. “Es evidente que tengo línea directa con el Barba”, había dicho en 1997, en referencia a Dios, después de una de sus habituales resurrecciones.

El fútbol será un simulacro de guerra, pero los estadios constituyeron para Maradona su único remanso de paz, una infancia eterna. Como si de lunes a sábado se dedicara a la halterofilia, la vida afuera de los campos de juego siempre le pesó, acaso inevitablemente. Así como los defensores rivales quedaban minimizados ante un cíclope del fútbol, ser Maradona y tener un solo cuerpo fue una pelea desigual. Como él mismo dijo, “de una patada fui de Villa Fiorito a la cima del mundo y ahí me la tuve que arreglar solo”.

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El encierro con el que intentó evitar contagiarse de coronavirus no ayudó a Maradona, que pasó sus últimos días envuelto por una depresión, también explicada por el hematoma subdural detectado en una clínica de La Plata, la ciudad en la que dirigía a Gimnasia. Maradona ya estaba internado desde el 2 de noviembre, una geografía habitual en sus últimos años: las clínicas, los traslados en ambulancias, los quirófanos y las vigilias de sus hinchas en las puertas de los centros médicos. Cuánto más sufría el ídolo, más se apostaban sus feligreses.

“Maradona siempre un depresivo, un melancólico crónico”, lo diagnosticó su médico de la década del noventa, Alfredo Cahe. Las muertes de sus padres -Doña Tota. en 2011 y Don Diego en 2015- resultaron dos golpes anímicos que terminaron de desestabilizar su mapamundi familiar, pletórico de conflictos con su exmujer, Claudia Villafañe, e incluso algunas de sus hijas. El último Maradona, ya lejos de la cocaína, pero con problemas con el alcohol, tampoco podía acudir a su palabra. El hombre de las grandes frases ya solo se comunicaba públicamente a través de comunicados escritos por sus portavoces en su cuenta de Instagram.

Maradona les dio tanto a sus adoradores que hasta pareció haberles ofrendado su vida. Mucho más humano, empático, rebelde y contestatario con el poder que el resto de los ídolos, pero a la vez dependiente del cariño popular, se fue llenando de cicatrices y sumando golpes. En su enorme producción de frases, Maradona dejó cientos de menciones relativas al hastío, el dolor y la muerte.

Ya en 1981, todavía en el fútbol argentino, el Pelusa empezó a gritar en el desierto: “Me estoy cansando, cada día me saturo más, no aguanto más. Quiero largar el fútbol. Cumplo el contrato con Boca y dejo el fútbol por un tiempo”. Al año siguiente, pocos meses antes de su pase al Barcelona, dijo en tercera persona, como si ya prefiriera mirarse desde afuera: “La gente tiene que entender que Maradona no es una máquina de dar felicidad”. Entonces intentó tapar esa angustia con la cocaína, a la que recurrió por primera vez en España, a fines de 1982, durante su volcánico paso por el club catalán.

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Maradona nació dos veces, el 30 de octubre de 1960 en los suburbios de Buenos Aires y el 22 de julio de 1986 en Ciudad de México, cuando le convirtió a Inglaterra el macho alfa de los goles y el más ilegítimo, la deificación de un futbolista con las llagas de la guerra de Malvinas todavía abiertas. Pero enseguida comprobaría que el éxito de ese Mundial no inmuniza. “Yo sufro terriblemente, me destruyo y no soy capaz de salir adelante. Es el peor momento de mi carrera”, diría apenas tres meses después, en octubre de 1986, cuando nació su primer hijo extramatrimonial.

Aunque México 86 y sus títulos lisérgicos con el Nápoles siempre se mantendrían como globos aerostáticos de la felicidad futbolística, Maradona comenzó a perder varias batallas. Su carrera se fue desvaneciendo entre el rechazo de sus enemigos (también contados de a millones), la traición de los suyos (hasta la Camorra napolitana le soltó la mano), sus controles antidopaje positivos y su adicción. La caída del 10, el ventrílocuo del pueblo, terminó de convertirlo en un héroe trágico. En el recuerdo popular a su salida por efedrina del Mundial 1994 quedó una de sus grandes frases, “Me cortaron las piernas”, tal vez porque era más liviano que atender otro de sus pedidos de auxilio desesperado, el de “No tengo estímulos para vivir”.

En los años siguientes, antes y después de su retiro en 1997, Maradona empezó a coquetear con la muerte en los hechos y en las palabras: “Déjenme vivir mi vida, no quiero ser un ejemplo. Yo tampoco muerto encontraría paz. Me utilizan en vida y encontrarán el modo de hacerlo estando muerto”. Internado una y otra vez, incluso en un neuropsiquiátrico, la cocaína casi lo mata en Uruguay en 2000 y en Cuba en 2001.

Como si el fabricante de alegrías ajenas también fuera un catalizador de desgarros internos, el Pelusa llegó a desear una muerte diferente a la del Libertador argentino, el general José San Martín, que falleció en 1850 en Francia. “San Martín se tuvo que ir a morir afuera, pero yo me quiero morir en mi país”. Lo cumplió: fue Maradona hasta en su muerte.

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