Hace 60 años, en un masivo acto fúnebre, un fotógrafo cubano de 60 años obtenía casi sin buscarlo la foto que mayor difusión tuvo durante el siglo pasado. El retrato del Che que sacó estuvo sin ver la luz durante 8 años. La intervención de un editor italiano, las distintas versiones de la imagen y todos los productos que derivaron de ella
5 de marzo de 1960. Fue un día triste para Cuba. Era el entierro de los casi 100 muertos del jornada anterior. La Coubre, un barco francés que llevaba armas belgas para el ejército cubano, había explotado. Fueron varias las detonaciones. En pocos segundos, un aquelarre. Gritos, corridas, nuevas explosiones, llamaradas de decenas de metros y un gran número de muertos y heridos: los que estaban originalmente en el lugar y los que acudían a socorrerlos.
24 horas después un acto en homenaje a las víctimas. Un cortejo fúnebre masivo. Sobre el escenario la cúpula del gobierno cubano, los nombres más importantes de la reciente revolución. Y también algunos célebres invitados internacionales, intelectuales que habían cedido a la fascinación castrista: Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir.
Ese acto lleno de dolor produjo dos situaciones que perduraron a través de las décadas. Dos elementos, una frase y una foto, que traspasaron el tiempo y se convirtieron en iconos.
En su discurso dolorido, motivador y ávido de venganza, Fidel Castro pronunció por primera vez las tres palabras que se convertirían en lema y en corolario de cada intervención pública: Patria o muerte.
Fidel culpaba a Estados Unidos y en especial a la CIA por la explosión. Denunció un sabotaje, un atentado contra su pueblo. Previsiblemente, Estados Unidos negó la imputación, dijo no saber nada y hasta dejó deslizar que todo pudo tratarse, nada más, de la impericia de los cubanos.
Alberto Díaz Gutiérrez estaba debajo del escenario. Tenía 32 años y su tarea era acompañar al líder cubano en cada una de sus participaciones públicas, para dejar registradas esas actividades con sus fotografías. Su nombre artístico era Korda y su trabajo oficial era como fotógrafo del diario Revolución.
Esa tarde, mientras Castro arengaba a la multitud y mientras se celebraba la ceremonia fúnebre, Korda sacó decenas de fotos. Castro enérgico frente al micrófono con una bandera cubana con un crespón negro gigante flameando al fondo, Castro con el cielo claro a sus espaldas, Castro dirigiéndose a la gente en medio de la noche (el discurso, parece, fue largo), el palco atiborrado de personalidades, Raúl Castro escuchando las palabras de su hermano, Simone de Beauvoir y Sartre mirando concentrados al barbado líder, alguna toma general del palco y de un edificio a sus espaldas con la terraza repleta de gente que escucha el discurso.
El Che Guevara también estaba en la ceremonia pero no habló. Ni siquiera se paró en primera fila. Quedó en el fondo de la tarima, mezclado con los demás funcionarios. Pero en un momento, en uno de esos escasos instantes en los que Castro no estuvo frente al micrófono, se acercó a la baranda de la construcción para ver más de cerca a la gente que cubría la totalidad de la calle 23 y se perdía en el horizonte. Fueron unos pocos segundos. Tal vez no más de diez. La mirada dura, la mandíbula apretada, el gesto tenso. Korda preparaba su cámara para una foto cuando en su visor apareció Guevara. Enfocó velozmente y gatilló. Luego giró su Leica antigua con un lente de 90 mm, la puso vertical y saco otra más. Para cuando quiso sacar la tercera, el Che Guevara con tres pequeños pasos para atrás se había confundido con el resto de los del escenario. Ninguno de los otros reporteros gráficos presentes ese día pudo obtener una imagen del Che.
Korda se apuró para llegar a la redacción de su diario. El discurso se alargó y su editor necesitaba las fotos para ilustrar la nota de tapa. A las corridas entregó su rollo. Mientras lo revelaban, le preguntaron si había conseguido alguna toma especial. “Tengo al Jefe hablando con energía con una bandera como telón”. Esa le parecía la foto más importante que había conseguido. Esperaba que hubiera salido bien. En esa época se mantenía el suspenso hasta que estuviera finalizado el revelado.
Fidel agigantando su frase célebre con la enseña de luto como marco fue la obvia imagen de portada. Luego, en el interior, aparecieron la de las celebridades francesas, Raúl y los otros líderes, alguna de gente común llorando a sus muertos. Korda quedó satisfecho con su trabajo.
De las descartadas hubo una que le gustó especialmente. Era la que le había sacado, a las apuradas, al Che Guevara. En realidad eran dos y las dos tenían alguna imperfección. El perfil cortado de un hombre a la izquierda y unas hojas de palmera en el otro costado en una, y una cabeza cercenada sobre el hombro del Che en la que obtuvo con la cámara en vertical. Sin embargo, a Korda le gustaban esas fotos. Sintió que tenían algo particular, que habían logrado captar algo de la esencia de Guevara. Insistió ante el editor para que su retrato de Guevara fuera publicado pero no le hicieron caso. Tal vez, pensó, se trataba de alguna orden de arriba, de que el único que debía aparecer en solitario era Fidel.
Amplió la imagen y la colgó en su estudio. Ahí estuvo durante varios años. A las espaldas del fotógrafo sólo visible para los que visitaban su lugar de trabajo. En 1961, un funcionario le pidió un retrato de Guevara para realizar un pequeño afiche que anunciara una conferencia sobre la industrialización cubana. Korda envió su foto preferida que fue tapada por la típica tipografía soviética y tuvo nula repercusión.
En 1968 el editor italiano Giangiacomo Feltrinelli llegó a Cuba. No era su primer viaje. Desde la Revolución había viajado constantemente a la isla deslumbrado por el movimiento político y en especial por Castro, su líder. Había hecho aportes económicos, acercado intelectuales y defendido la Revolución en varias columnas periodísticas en diarios europeos. Además, Feltrinelli dirigía una de las editoriales más importantes de Italia y de toda Europa. Entre sus títulos de literatura universal, ciencias sociales y poesía, había hecho lugar a textos de Castro, Ho Chi Min, Nguyen Giap. Cada uno de esos títulos vendían decenas de miles de ejemplares en los países europeos por esos años convulsionados.
Feltrinelli había escrito: “Los textos del Che Guevara son necesarios. Puesto que la mortífera proliferación de papel impreso amenaza con despojar de sentido y finalidad a la función del editor, considero que lo único que puede restablecer esta función es algo que vaya contra la moda: los libros necesarios”. El editor inicia una nueva colección, también muy exitosa, Documentos de la Revolución en América Latina. Manifiestos de Guevara (Necesitamos uno, dos, tres, Vietnams) y de Regis Debray fueron los dos títulos con mayor venta.
Con todos estos antecedentes su viaje a Cuba de 1968 adquiere otro significado. Al contrario que en las oportunidades anteriores, esta vez Feltrinelli fue convocado. A través de un misterioso emisario le comunicaron (le exigieron) que viajara de urgencia a Cuba. Al llegar a La Habana fue recibido de inmediato por Castro. Al entrar al despacho del comandante cubano, a Feltrinelli le llamó la atención una pila de papeles que reposaba en el escritorio. Fidel le dijo: “Creo que esto puede interesarle. Es el Diario del Che en Bolivia”. Eran los apuntes que había logrado recuperar el Ministro Antonio Arguedas de manos de militares bolivianos. Esa misión, la de sustraer el Diario, tenía como nombre secreto el de Tía Victoria.
Feltrinelli se encerró en una casona de El Vedado y tradujo febrilmente esos papeles. En un par de noches tuvo lista la primera versión. Devolvió el original y antes de partir a Italia, Haydeé Santamaría, una mujer que había combatido en Sierra Maestra y que en ese momento era la directora de la Casa de las Américas, le recomendó que pasara por el estudio de Alberto Korda para buscar unas fotos que le sirvieran para ilustrar su publicación.
A la mañana siguiente, Feltrinelli estuvo en lo de Korda. Mientras el fotógrafo pasaba varias fotos, el editor no dejaba de mirar una grande que estaba colgada en una pared. “¿Esa también la sacó usted?”, preguntó Feltrinelli. Ante la respuesta afirmativa de Korda, Feltrinelli le pidió dos copias. El editor quiso saber cuánto le debía pero el fotógrafo le dijo que nada, que no le iba a cobrar. Un mes después esa imagen recortada: la cabeza de Guevara contra el cielo claro (ya sin el hombre de traje ni las palmeras) inundó las librerías italianas. Era la tapa de la primera edición de los Diarios del Che en Bolivia. Pero también en forma de poster que Feltrinelli distribuyó para promocionar su publicación.
Luego ese poster imponente de un metro por sesenta se vendió -como agua- de forma independiente. Una pequeña desviación de la historia central de esta nota: Giangiacomo Feltrinelli se radicalizó y se convirtió en guerrillero. En 1970 en la cúspide de su carrera como editor pasó a la clandestinidad. Murió en 1972 cuando le explotó la bomba que preparaba para un atentado con el que pretendía dejar sin luz a toda la ciudad de Milán.
Los ojos profundos, la boina, la estrella de comandante, la barba, el pelo desprolijo y salvaje cayendo al costado, la mandíbula apretada. Cada uno encontró lo que quiso en esos ojos: venganza, una mirada hacia el futuro, desafío, indignación, certezas, esperanza.
Ocho años después de que fuera sacada, ya con Guevara muerto, la foto empezó un recorrido que no se detendría más.
Pasó a tener un nombre: Guerrillero heroico. Y se transformó en ícono, poster, bandera, postales, remeras, tapas de libros (recurro a mi biblioteca personal: de cinco biografías de Guevara que tengo tres utilizan de alguna manera esta foto en su portada). Es una de las fotos más famosas de la historia y una de las más difundidas. Cuando se hace un listado de las más relevantes del Siglo XX, ella siempre ocupa los primeros lugares.
La imagen que más se difundió no es estrictamente la foto original de Korda sino una versión a dos colores que hizo de ella el artista irlandés Jim Fitzpatrick. Una versión que representa con fidelidad al retratado: blancos y negros, casi sin matices, los extremos que cohabitan, que colisionan.
Poco después, un asistente de Andy Warhol lo convirtió en objeto pop. Gerard Marlange, utilizando los procedimientos de Warhol, reprodujo en varios paneles la cara de Guevara en colores vivaces sobre fondos todavía más estridentes.
Alberto Korda nunca percibió regalías por el uso de su foto. Declaró, en varias oportunidades, que la causa lo valía. En el año 2000, un año antes de morir, por primera vez cobró dinero derivado de su foto más famosa. En una publicidad del vodka Smirnoff la utilizaron. Alguien lo convenció de que accionara contra la empresa. La justicia reconoció el derecho de autor de Korda y obligó a la empresa a pagarle 50 mil dólares como resarcimiento.
Alberto Korda, exactamente hace 60 años, logró el sueño de todo fotógrafo. Atrapar detrás de un click a un personaje. Describirlo, entrar en él.
Hoy se hace casi imposible pensar en Guevara sin remitir a esa imagen. Al cerrar los ojos, los que están a favor, los que están en contra y los indiferentes, cuando buscan una imagen del Che Guevara la primera que encuentran es la de esa foto de la tarde del 5 de marzo de 1960. Korda logró que varias generaciones vieran a Guevara con sus ojos. Lo hizo, como pasa con muchas de las cosas inmortales, casi sin darse cuenta. infobae.com