Cuando este domingo por la tarde Luiz Inácio Lula da Silva, de 77 años, ha llegado ya investido como jefe del Estado al palacio presidencial de Planalto, en Brasilia, le ha recibido una gigantesca multitud vestida de rojo con un rugido de éxtasis. La emoción reservada a quien ha transformado las vidas de millones de sus compatriotas. Soñaban con este momento años atrás. Esperar unas horas bajo el sol inclemente de la capital era lo de menos. “El amor venció al odio. ¡Viva Brasil!”, ha proclamado el ya presidente en su segundo discurso del día, el más sentido, el dedicado a sus compatriotas. El antiguo obrero y líder sindical se ha emocionado hasta el llanto al hablar de la miseria que padecen millones de brasileños. Jair Bolsonaro, en Estados Unidos, no ha asistido a la ceremonia.
Lula ha prometido luchar sin cuartel contra la desigualdad que lastra un país que ya presidió entre 2003 y 2010. Ha recordado que el 5% más rico de los brasileños acumula la misma renta que el 95% restante. Brasil ha vivido este Año Nuevo un momento político que hubiera sido inimaginable hace no tanto. Como les gusta recordar a los brasileños, la política aquí es de las que hacen las delicias de cualquier guionista.
Tanto de palabra como en sus gestos, el nuevo presidente de Brasil ha insistido en varias ideas: uno, gobernará para todos los brasileños, los que le votaron y los que no; dos, prestará especial atención a los que menos tienen, a los que necesitan del Estado para que les garantice la mera supervivencia (la distribución de renta fue la marca de sus dos mandatos anteriores), y tres, la victoria en esta ocasión no es un logro personal ni del Partido de los Trabajadores (PT), sino del frente amplio que logró forjar con antiguos adversarios. Solo así logró derrotar a Jair Messias Bolsonaro, de 67 años, y fue por poco: solo 1,8 puntos.
El mandatario ha recordado a los diputados que hace 20 años, tras su primera victoria, dijo en su discurso que la misión de su vida era que cada brasileño hiciera tres comidas al día. “Que yo deba repetir ahora ese compromiso hoy ante el avance de la miseria y del hambre, que habíamos superado, es el síntoma más grave de la devastación de los últimos años”. Su prioridad ahora, dijo, será rescatar del hambre a 33 millones de brasileños que la padecen y a 100 millones, de la pobreza.
Terminada la ceremonia, Lula ha firmado los decretos con las primeras medidas. Ha empezado por el que garantiza el pago de una ayuda mensual de 600 reales para 21 millones de brasileños pobres. Otros restringen la venta de armas, refuerzan la lucha contra la deforestación o levantan el secreto impuesto por Bolsonaro sobre asuntos oficiales, entre otras medidas.
Siguiendo la ceremonia desde un salón del Palacio de Planalto, Rosa Amorim, de 26 años, una diputada del PT en el Estado de Pernambuco, está exultante. “Hoy Brasil retoma su esperanza. Lula es el sueño de un Brasil para todos y todas”, decía esta joven del Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra que hace dos décadas hacía ya campaña por Lula, quien nació en su tierra. Sus padres han seguido un momento de enorme trascendencia para esta familia desde el otro lado de la calle, con el pueblo, en la plaza de los Tres Poderes, atestada. Unas 300.000 personas han participado de la gran fiesta, que ha incluido conciertos antes y después de la ceremonia.