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El exmilitar en la reserva asume este martes la presidencia de un país que ensaya un Gobierno ultraderechista por primera vez en su historia democrática

Los ecos de la recesión económica que duró hasta 2017 y las denuncias de corrupción contra el Partido de los Trabajadores (PT), que gobernó el país durante 13 años, allanaron el ascenso de Bolsonaro. Se trata de un político con rasgos autoritarios que recuerda con nostalgia los tiempos de la dictadura militar, que no se toma en serio los avances sociales conseguidos en el país y se alinea con los Gobiernos de Estados Unidos, Israel, Italia y Hungría. Bolsonaro fue elegido en segunda vuelta con el voto de 58 millones de brasileños (el 55%s), derrotando a Fernando Haddad, del PT, formación que muchos en Brasil asocian a la crisis económica y la corrupción.

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El despliegue militar en la Explanada de los Ministerios en Brasilia. J. ALVES EFE

Ni las amenazas de dejar en su mínima expresión los derechos laborales, ignorar el cambio climático, limitar las inversiones en cultura y dejar el país en manos del conservadurismo religioso frenaron la victoria de Bolsonaro. “No soy el salvador de la patria, pero Brasil no podía seguir acercándose al comunismo, al socialismo, con el populismo y el desgaste de los valores familiares”, dijo pocos días después de ganar las elecciones.

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Los bolsonaristas Medeiros, segunda por la izquierda, y Mendez, tercero por la derecha, con su grupo en su hotel de Brasilia. ED FERREIRA

Más militares
Brasil ya no teme a los militares como en los tiempos de la dictadura que duró 21 años (1964-1985). Bolsonaro llega al poder rodeado por ellos, como prometió durante su campaña. Su vicepresidente, Hamilton Mourão, es un general en la reserva. Siete de sus 22 ministros también son militares retirados, o tuvieron formación en el Ejército. Otros Gabinetes han tenido como ministros a militares, pero nunca en esta proporción. Uno de ellos, el general retirado Alberto Santos Cruz, va a ocupar el puesto de ministro de la Secretaría de Gobierno, y va a compartir con otro ministro civil, Onyx Lorenzoni, la tarea de relacionarse con el Congreso, lo que supone un mayor control de las negociaciones con los parlamentarios. “¿Qué diputado se va a atrever a retrasar unas negociaciones con el Gobierno ante la presencia de un militar?”, ironiza un observador político.

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Por ahora, un 75% de los brasileños apoya las medidas que Bolsonaro ha tomado en este periodo de transición, según una encuesta del instituto Ibope. El optimismo ante el cambio de Gobierno ha contagiado también las expectativas económicas. Un 47% de los entrevistados por el instituto Datafolha cree que el empleo crecerá en los próximos meses. “Es la luna de miel que le toca a todos los nuevos gobernantes”, opina Claudio Couto, politólogo de São Paulo.

La duda es si esa euforia continuará y durante cuánto tiempo. Es la gran pregunta que diplomáticos de todos los Estados que se relacionan con Brasil se hacen. Desde su victoria, Bolsonaro ha estado mandando mensajes dirigidos a sus votantes y a reforzar su imagen de líder popular antizquierda.

Un ejemplo es la campaña mediática que ha llevado a cabo para mostrarse como una persona normal y corriente, con la difusión de unas fotos en las que se le ve comiendo pan con leche condensada o tendiendo la ropa. También ha decidido que Brasil no acogerá la conferencia del clima en 2019, como estaba previsto —finalmente lo hará Chile—, ha anunciado el traslado de la embajada de Brasil en Israel de Tel Aviv a Jerusalén, y ha dicho que el país debe retirarse del pacto migratorio de la ONU firmado en diciembre por 160 países.

Sobre la promesa de abandonar el Acuerdo de París contra el cambio climático, finalmente, matizó su decisión porque dejarlo supondría la pérdida de certificados internacionales de calidad necesarios para que el sector agrícola pueda exportar. En otros frentes, como un encantador de serpientes, Bolsonaro ha logrado convertir en enemigos gigantes a los inmigrantes, que apenas representan un 0,4% de la población.

Su discurso busca coincidir con el del presidente Donald Trump, a quien Bolsonaro deliberadamente imita. Aunque en Washington aplauden su disposición, apenas se verán representados en la toma de posesión de este martes. Solo asistirá el secretario de Estado, Mike Pompeo.

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Fuera de Brasil, reina la incertidumbre. Los países que tienen relaciones comerciales con el país no saben qué pasará a partir de esta semana. La percepción generalizada es que Bolsonaro aún sigue preso de la euforia propia del candidato vencedor y todavía no se ha puesto la ropa del presidente ponderado y conciliador que, según la opinión general, debería ser.“Nos preguntamos hasta qué punto todo lo que ha dicho es un juego de palabras para agradar a sus electores y qué se va a poner en práctica de verdad”, comenta un diplomático, preocupado por las empresas extranjeras presentes en Brasil.

La imprecisión de sus discursos ya ha tenido consecuencias, según Oliver Stuenkel, especialista en relaciones internacionales. “El impacto que Bolsonaro ha tenido en la política exterior ya es enorme, especialmente en la cuestión climática, que Brasil podría haber liderado”, opina Stuenkel, que tiene contactos con diplomáticos de todo el mundo. El juego empieza de verdad a partir de ahora. Sin un norte claro, Bolsonaro podría perder fuerza, sobre todo si su estilo agresivo perjudica la marcha de la economía y afecta donde más duele a la gente, en su bolsillo. La recuperación económica es clave para que el presidente electo logre mantener el apoyo inicial.

Con un desempleo del 11,6%, Brasil aún se recupera de dos años de recesión y un modesto crecimiento del PIB en 2018 de poco más del 1,3%. El margen de maniobra del nuevo Gobierno no es muy grande, porque además ha prometido reducir el tamaño del Estado. El gasto público lleva congelado un par de años y Bolsonaro no parece dispuesto a cambiar esa realidad.

“El pueblo me eligió porque quiere menos Estado y más mercado”, repite el nuevo presidente. Oliver Stuenkel ve aquí una paradoja: “Si la economía crece, Bolsonaro se sentirá más seguro para no respetar las reglas del juego”. Y advierte: “Es como si el crecimiento de la economía fuera peligroso para la democracia en Brasil”, añade. En otras palabras, la tolerancia popular a cambios de reglas del juego democrático puede crecer si la economía va bien. Un pésimo sentimiento para un Gobierno que empieza ahora. elpais.com

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