POR GERARDO JAVIER CASTILLO – Catedrático. Reside en Santo Domingo.
La lectura del libro Grandes ideas de la ciencia (1969), del escritor norteamericano Isaac Asimov (1919-1992), me deparó no pocas satisfacciones y alguna que otra incertidumbre. La lúcida postura de Tales de Mileto (624 A.C.-546 A.C.) respecto a que «la razón humana es capaz de esclarecer la naturaleza de las leyes que gobiernan el universo» (p.9) me hizo recordar al profesor que me enseñó química durante el último año del bachillerato.
La memoria hizo lo propio en el proceso de lectura y la imagen de aquel profesor resurgió como el contraste necesario con la actitud de Tales de Mileto ante el progreso del conocimiento a través de la razón. El profesor de química, un hombre corpulento de más de seis pies, solía manifestar su admiración y asombro ante la perspicacia de los hombres de ciencia y el progreso del conocimiento atribuyendo tales hitos y manifestaciones a favor de algún dios interesado en el desarrollo humano.
La lectura es una actividad que disfruto y a la que me entrego con una actitud receptiva y crítica. Incluso si leo ficción mantengo la misma actitud hacia el valor de los detalles y la relación que guardan los eventos, los nombres y los objetos que la narración va poniendo frente a mí. En lo que respecta al libro que me ocupa, por la naturaleza de su contenido y por el objetivo inicial, lo leí con aun mayor detenimiento y atención. Procuré, en todo momento, estar consciente de la estrategia del escritor para alcanzar su objetivo: más que documentar la evolución del conocimiento científico, humanizarlo. Y para ello, la biografía de cada científico jugó un papel vital, pues así se le muestra al lector que un teorema, una ecuación o un experimento nacen de personas comunes que han estudiado de forma extraordinaria.
Estados Unidos es un país fragmentado de varias maneras. Y esas fragmentaciones no están desvinculadas: las une una voluntad de poder. Es probable que lo que moviera a Isaac Asimov a «divulgar la ciencia y reducir la escritura de textos de ficción» (Ruíz, 2017) fuese la creciente tendencia estadounidense a ridiculizar la ciencia y a los hombres y mujeres que a ella dedican la vida. La televisión y muchas de las producciones de Hollywood, caricaturizan con frecuencia la imagen del científico o del estudiante que sueña con llegar a serlo. En ese orden, los más recientes episodios de escarnio se produjeron durante la administración de Donald Trump.
El libro invita a la lectura. Está escrito de forma sencilla y como buen narrador, el autor adereza los datos «duros» de cada personaje con suficiente información sobre su vida y pensamiento. Así, lo humano difumina el halo que el no iniciado percibe en los hombres de ciencia y que algunos, como Pitágoras, alimentó y explotó. Sin embargo, la transparencia del texto podría tornarse translucidez u opacidad si el lector no se pone al día ante los tecnicismos inevitables.
El libro está organizado en dieciséis capítulos a través de los que, en apego a una cronología lineal, el autor pasea al lector por los períodos más significativos de la historia occidental del conocimiento, desde Tales de Mileto (624 A. C.-546 A. C) hasta Henry Norris Russel (1877-1957), y le permite apreciar el lento progreso (y por momentos efímero) de la victoria de la razón sobre los prejuicios, la ignorancia y los temores de la clase en el poder.
El lector atento podrá percibir el desarrollo del método científico a través de más de dos mil años y ciento treinta páginas.
Los capítulos son breves. Cada uno inicia con concisas alusiones biográficas al personaje de turno, lo que le permite a Asimov establecer la relación entre contexto y pensamiento y, en alguna medida, devolverle al aprendizaje y a la curiosidad por conocer su carga de cotidianidad. En la segunda parte del capítulo vuelve sobre vida y obra, pero pone el énfasis en la obra. Y en la tercera se centra en comentar los aportes del personaje y su relación con pasadas y futuras contribuciones al desarrollo de la ciencia y de su método.
Tales de Mileto (639 A.C.– 548 A.C)
A pesar de que la incertidumbre permea los datos que se tienen sobre muchos aspectos de la vida y obra de Tales de Mileto (algunos señalan que fue natural de Fenicia, otros que de Mileto) hay reconocimiento unánime respecto a que fue quien provocó el paso del mito al logos, es decir, de explicar los fenómenos como la voluntad de los dioses a entender que hay leyes a partir de las que pueden ser explicados y que el ser humano es capaz de conocerlas.
El solo hecho de que Tales llegara a la conclusión de que «el universo se conduce de acuerdo a ciertas “leyes de la naturaleza” que no pueden alterarse» (p.9) es suficiente para que aceptemos que la luz de la ciencia se asomaba y empezaba a aparecer como una silueta la línea de su horizonte. La afirmación de Tales lleva implícita la afirmación de Rubén H. Pardo (2000), citado por el Dr. García Molina, en su libro El discurso científico. Teoría y aplicación (2018, p.107) que dice: «la ciencia es esencialmente explicativa (…)», y añade: «…a los fines de lograr mediante ese saber un control tal sobre el fenómeno que nos permita “predecirlo”, vale decir, denominarlo». ¿Y no fue lo que hizo Tales al predecir el eclipse de Sol del 609 A.C.? Como señalé, hay pasajes oscuros o muy difusos en la vida de Tales, pero no hay duda alguna de que sus desvelos por entender su entorno constituyen la más clara cimiente de lo que hoy es la ciencia.
En lo que respecta a explicar la composición del universo, Tales se equivocó. Sin embargo, acertó al observar y armar una teoría en el proceso de buscar las respuestas a sus preguntas sobre los movimientos de los astros. Su método le permitió explicar los eclipses de sol y de luna y predecirlos (p.5). Ahora bien, de todo cuanto sabemos de Tales de Mileto, lo que constituye su más importante legado es, tal vez más que la deducción, el hacer la pregunta correcta: ¿De qué está compuesto el universo? Y le sigue en importancia la forma en que procuró encontrar la respuesta: Observó su entorno y prescindió del mito. Sin ese paso, que es una postura, hoy no tendríamos ciencia, probablemente. De manera que, me atrevo a plantear que con la actividad de Tales de Mileto la humanidad alcanzó la mitad del método científico: Observar de forma sistemática, plantearse las preguntas pertinentes y crear una conjetura como posible respuesta, es decir, una hipótesis; lo que implica una teoría.
Pitágoras (569 A.C.– 470 A.C.)
Las prácticas que se le atribuyen a Pitágoras me obligan a mirar en la complejidad de la naturaleza humana. Se dice que fue alumno de Tales, por quien sentía gran admiración. Sin embargo, también se afirma que la escuela que fundó era una especie de culto que, además de adorar al sol, estaba dedicado a la vida contemplativa y a la búsqueda del conocimiento. Una de sus prácticas, el carácter cerrado que con frecuencia caracteriza esa clase de culto y que obliga a sus miembros a atesorar el conocimiento como un bien restringido a unos pocos privilegiados, probablemente determinó la negativa a poner por escrito el progreso alcanzado.
Las ideas que tenemos del mundo y de la vida determinan lo que hacemos. En el capítulo 40 de Rayuela (1998), del escritor argentino Julio Cortázar, algunos personajes juegan a resucitar palabras. El juego lo hacen en el «cementerio», es decir, el diccionario. Pitágoras, condicionado por una concepción del mundo diferente a la de Cortázar y enfocado en asuntos en apariencia ajenos a la lengua, «pensaba que la escritura era lengua muerta» (p.15), por lo que no escribió sobre sus hallazgos ni sobre sus conclusiones.
Esa concepción de la escritura retrasó el progreso del trabajo iniciado por Tales de Mileto que, de no haber existido, hubiese tenido como consecuencia primera la concreción del método científico. Pitágoras observó, se hizo buenas preguntas, organizó teoría y diseñó y ejecutó por lo menos un experimento. Las soluciones a los problemas que se planteó así lo evidencian: el teorema que lleva su nombre, el perfeccionamiento de la deducción y el estudio de las propiedades de los números, consecuencia de su experimento con las cuerdas. El influjo de sus aportes es extraordinario, sin lugar a dudas, pero pudo ser aún mayor y la historia de la ciencia sería diferente si hubiese escrito y divulgado su trabajo. Pero faltaba mucho tiempo para que ese momento llegará.
La venerable tradición le asigna a Galileo Galilei (1564-1642) el haber dado inicio a la experimentación científica, pues «sus espectaculares resultados en el problema de la caída de los cuerpos ayudaron a difundir la experimentación en el mundo de la ciencia» (p.38). Tal distinción hubiese, probablemente, recaído sobre Pitágoras si hubiese puesto por escrito sus experimentos con las cuerdas, que le llevaron al singular estudio de las propiedades de los números. Sin embargo, tal parece que Pitágoras no pudo liberarse totalmente del mito y su noción del conocimiento, impregnada por ciertos vestigios del mito, puso límites al alcance de su visión. ¿Acaso nació con Pitágoras lo que hoy conocemos como postverdad?