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Por JUAN T H

Altice

Una buena parte de los 48 mil y tantos kilómetros cuadrados de tierra que tiene la nación están en manos privadas, con sus respectivos títulos, no siempre válidos, porque son el producto de la usura, la  expropiación, la invasión, el abuso, los fraudes, etc.,  de terratenientes, generales, políticos y  familias que se creen dueñas del país.

El poeta Pedro Mir en su poema “hay un país en el mundo”, escrito en los años 40, lo describe dramáticamente denunciado que los campesinos no tienen tierra ni para ser enterrados en su propia tierra: “Hay un país en el mundo donde un campesino breve, seco y agrio, muere y duerme, descalzo, su polvo derruido, y la tierra no alcanza para su bronca muerte. ¡Oídlo bien! No alcanza para quedar dormido. Es un país pequeño y agredido. Sencillamente triste y torvo, triste y acre. Ya lo dije: sencillamente triste y oprimido”.

En gran medida el poeta resume en esos versos la historia del país: “Y así no puede ser. Desde la sierra procederá un rumor iluminado probablemente ronco y derramado. Probablemente en busca de la tierra. Traspasará los campos y el celeste dominio  desde el este hasta el oeste conmoviendo la última raíz, y sacando los héroes de la tumba, habrá sangre de nuevo en el país, habrá sangre de nuevo en el país”, concluye el poeta nacional con su advertencia necesaria.

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(Bahía de las Águilas, por ejemplo, no es una excepción. El ex presidente Joaquín Balaguer decía que esos terrenos eran propiedad de los indígenas que poblaron la isla ante de la llegada de los españoles  en 1492. Y le aconsejaba al presidente Hipólito Mejía que no se las cediera a quienes la reclamaban. La tierra -toda- era propiedad de los aborígenes que en tan solo 30 años fueron aniquilados, borrados de la faz de la tierra por los invasores españoles que debieron importar esclavos africanos para ser sometidos a trabajos verdaderamente inhumanos.)

Durante más de dos siglos las mejores tierras de la nación han estado en manos de particulares, de hateros con grandes cantidades para  el ganado, y de terratenientes para el trabajo agrícola, ambos utilizando mano de obra principalmente esclava. La separación de  la isla no se había producido aún. Había mucha tierra y pocos ciudadanos para ocuparla y trabajarla.

 Como dijera el poeta en plena tiranía trujillista: “faltan hombres para tanta tierra. Es decir, faltan hombres que desnuden la virgen cordillera y la hagan madre después de unas canciones” …

La historia por el derecho a la tierra, y de lo que de ella nace y florece, como la vida misma, ha sido larga, amarga y dolorosa desde la esclavitud, el feudalismo que en  toda América resurge con la importación de negros africanos que eran obligados a trabajar en grandes plantaciones como si fueran bestias. Durante el capitalismo “salvaje” no ha sido menor.

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A pesar de que los campesinos han sido  echados u obligados a irse de los campos para concentrarse en las ciudades construyendo cinturones de miseria, casi el 80%, las tierras siguen en manos de particulares. Las reformas agrarias no han impedido el latifundio. Aún hay familias que dicen ser dueñas de campos y ciudades enteras, de barrios donde residen cientos de miles de personas, reclamando que los ciudadanos o el Estado le paguen el valor de “sus” tierras. Los gobiernos del Partido de la Liberación Dominicana regalaron, privatizaron o vendieron casi toda la tierra del Estado, incluyendo los ingenios azucareros que eran fuente de trabajo, a tal punto que el Consejo Estatal del Azúcar prácticamente desapareció.

Hace un par de semanas el presidente Luís Abinader entregó 566 títulos de propiedad  provisionales a igual numero de parceleros, llevando seguridad y certidumbre a esas familias, gracias a la recuperación de unas cien mil tareas de tierra.  Me produjo gran emoción cuando un campesino de 82 años prometió que en seis meses “estaremos comiendo de lo que produzca  mi parcela”. Ojalá que el gobierno continúe recuperando tierras para entregársela a los campesinos para que “la hagan madre después de unas canciones”, y  no tengan que irse a la ciudad a “motoconchar” sumándose a la marginalidad, eternizando la pobreza. ¡Y QUE VIVA MAMA TINGO!

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