Por JUAN T H
La República Dominicana, pese a todos los problemas, políticos, económicos y sociales, claramente establecido y definidos, goza de estabilidad, seguridad ciudadana y gobernabilidad.
En nuestro territorio no hay bandas armadas desafiando las autoridades; no hay guerrilleros en la cordillera, que sepamos, no hay grupos conspirando contra el gobierno; las Fuerzas Armadas son obedientes al poder civil, la Policía Nacional está siendo transformada.
No hay, a la vista, nada que amenace la paz social. Y eso, mis amigos, tiene un precio, que todos debemos pagar. Sin embargo, no todos están dispuestos a pagar el precio de la libertad y la tranquilidad social. Hay grupos furtivos, operando en la sombra, a los que no les importa, que prefieren el caos y la violencia desenfrenada para defender sus mezquinos intereses.
El sistema democrático, con todas las precariedades de un país subdesarrollado, funciona. Tenemos tres poderes que nadie discute. El Ejecutivo, Legislativo y Congresual. En teoría -solo en teoría- uno independiente del otro. Hace apenas unos meses la población acudió a las urnas para elegir sus autoridades municipales, congresuales y presidenciales, dando una demostración de madurez y civismo.
Desde 1963, cuando el profesor Juan Bosch fue derrocado mediante un golpe de Estado cívico-militar, los procesos electorales se han realizado ininterrumpidamente a pesar de algunos intentos golpistas, fraudes electorales y otras prácticas deleznables. La democracia ha sobrevivido hasta de los propios demócratas.
Esa tranquilidad, estabilidad, seguridad ciudadana, sosiego y gobernabilidad, hay que protegerla a toda costa. Nadie, desde ningún poder, público o privado, estatal o no, tiene derecho, por intereses particulares o grupales, intentar contra la relativa paz social que vivimos.
Los llamados poderes fácticos no pueden colocarse más allá de sus propios intereses. Estarían afilando cuchillo para sus propias gargantas. A todos, pequeños y grandes, les debe interesar mantener el gobierno legítimamente establecido.
En una situación de violencia, ingobernabilidad, guerra civil, intento de golpe de Estado, etc., los que más tienen, los poderosos, los millonarios, son los que más pueden perder. (No lo olviden)
El pueblo dominicano avanza. Sus logros políticos, económicos y sociales son cada vez mayores. Así lo reconocen los vecinos de Centroamérica y el Caribe. No en balde somos la séptima economía de América Latina. Tenemos un presidente legítimo, elegido democráticamente por la mayoría de los votantes en unas comicios sin violencia y sin trauma.
Luís Abinader, presidente Constitucional, comenzará su segundo periodo gubernamental con gran reconocimiento, tanto nacional como internacional, fruto del trabajo realizado durante sus primeros cuatro años de gestión. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que el país está en buenas manos, que la nave del Estado está siendo conducido acertadamente.
Es necesario fortalecer la institucionalidad democrática; garantizar el buen funcionamiento de todas las instituciones públicas. El Estado debe ser transformado y modernizado; no puede seguir siendo una fuente de enriquecimiento de grupos económicos, de dirigentes políticos, ni empresarios apandillados.
La lucha contra la corrupción, por la transparencia y el cese de la impunidad, no puede detenerse. Por el contrario, debe fortalecerse y continuar, sin injusticia ni privilegios, (el que la hizo que la pague, sea quien sea) pero respetando el debido proceso, sin retaliación ni vendetta contra nadie, salvaguardando los derechos humanos y las garantías constitucionales establecidas nuestro ordenamiento jurídico.
Falta mucho camino por recorrer, mucho por hacer, mucho por cambiar estructuralmente para que el país continúe avanzando por los caminos de la prosperidad y el desarrollo.
He llegado a la conclusión de que el principal problema que tiene la República Dominicana no está en la propuesta de reforma fiscal o la modificación de la Constitución, que el problema más grave del país, el que más me preocupa personalmente, se llama Haití. La crisis haitiana no sólo desborda al vecino país, sino que puede desbordar al nuestro, no sólo por la violencia propiciada controlado por las bandas asesinas, sino por el tráfico de ilegales, por la pobreza y la miseria que los azota de manera inclemente, todo lo cual tiene graves consecuencias para los dominicanos.
El tema haitiano es un tema país, porque nos afecta a todos de un modo o de otro.