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Por JUAN T H

Altice

Es obvio que Haití no le duele a nadie.

Nadie quiere a los haitianos.

En ninguna parte del mundo son bien recibidos.

El país está devastado, en medio de una guerra que todos ignoran, incluso los ciudadanos que caen abatidos por las balas asesinas de las bandas que aterrorizan y matan sin piedad, como si no fueran sus propios hermanos.

No hay en Haití ningún amor por la vida.

Haití es un pueblo fantasma, desolado.

Poco más de 27 mil kilómetros cuadrados deforestado por completo. Su pequeño territorio parece un desierto, sin árboles, sin bosques, sin agua potable, electricidad, hospitales, escuelas y universidades donde el pan de la enseñanza sacie el hambre por el conocimiento y el deseo de progreso.

Haití, un pedazo de áfrica en el Caribe, colocado, igual que la República Dominicana, “en el mismo trayecto del Sol”, de los huracanes y los terremotos que los azotan frecuentemente sumándole más tragedia a la tragedia que han padecido durante más de dos siglos.

Haití es hoy, más que ayer, tierra de nadie, ni siquiera de los grupos de poder que crearon y armaron hasta los dientes las bandas de asesinos.

Nadie hace nada por Haití y los pobres haitianos que huyen despavoridos como bestias huyéndole a lo coyotes de la muerte.

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La llamada “comunidad internacional, al igual que Estados Unidos, gendarme del mundo, no le importa lo que ocurre en Haití. Pretenden que sea la República Dominicana la que cargue, de un modo u otro, con la crisis humanitaria de ese pobre y abandonado pueblo, algo imposible objetivamente, por razones políticas, económicas y culturales. La solución de los problemas de Haití, ya lo ha dicho el presidente Luís Abinader, no está en territorio dominicano, no importa la vecindad territorial.

Entre República Dominicana y Haití hay muchos problemas existenciales que la “comunidad internacional”, incluyendo Estados Unidos, no quiere reconocer ni admitir.

Una correcta relación entre ambos países está determinada en estos momentos por la pacificación y democratización de Haití, lo cual parece estar lejos dado el dominio que tienen las bandas del país.

La emigración haitiana hacia el territorio dominicano es imparable. No hay muro ni frontera que detenga la emigración. El gobierno dominicano, ante la indiferencia de Estados Unidos y la Unión Europea, ha decidido la repatriación masiva. Esa tampoco es la solución, desde mi punto de vista. En cualquier caso, pienso, la repatriación masiva debe ir acompañada de la regulación a partir de lo que establece la Constitución y la ley migratoria. Los trabajadores haitianos son indispensables en importantes áreas productivas del país.

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Haití le cuesta demasiado dinero de su presupuesto al pueblo dominicano, en salud, educación, etc. Un país pobre y subdesarrollado como el nuestro, aun con muchas falencias, no puede cargar con otro país más pobre y atrasado, donde no hay instituciones democráticas.                                                                                                                

En los países que tienen fronteras, con desigualdades socioeconómicas siempre hay muchos problemas. Los ejemplos sobran. México y Estados Unidos, Costa Rica y Nicaragua, Venezuela y Colombia, España y Marruecos, para solo citar algunos casos. Históricamente el mundo fue poblado de inmigrantes desde el surgimiento mismo de la humanidad.

Ahora bien, la regulación de los haitianos y el cese de las repatriaciones masivas tienen que ir acompañados de unas relaciones armoniosas entre el Estado haitiano y el dominicano. Pero eso es imposible con un Haití desarticulado, sin voceros legítimos, sin instituciones democráticas respetables.

Si Haití le doliera a Estados Unidos, aunque fuera un poco, si Haití tuviera las mismas reservas en oro y petróleo que tiene Venezuela, hace tiempo que lo hubiera invadido.

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