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JUAN T H

Altice

“Jugamos todos o se rompe la baraja”. Juan Bosch.

La Constitución es la norma que rige cualquier país del mundo, independientemente cual sea su sistema político porque es la única manera de que podamos vivir con un concepto de ciudadanía, de colectividad, no de individualismo. Sin esa regla es imposible el comportamiento organizado y pacifico del ser humano.

La Constitución “es el conjunto sistemático de normas jurídicas fundamentales que rigen la organización y funcionamiento de un Estado y que señalan los derechos y garantías de sus miembros”, dice la enciclopedia política de Rodrigo Borja.

Y añade; “La Constitución indica la forma de Estado y la forma de gobierno que adopta una sociedad y determina las competencias de los órganos gubernativos y los derechos y deberes que corresponden a las personas que se acogen a su ordenamiento jurídico”.

La Junta Central Electoral, en la resolución que segrega el voto con relación al arrastre que producen los candidatos a diputados sobre los senadores, estableciendo que en 26 provincias no se aplicará y en las restantes seis,  se aplicará, ignora la doctrina, viola la  Constitución y las leyes, provocando una confusión y un delirio jurídico  sin precedentes, que con justa razón ha sido duramente criticada por prácticamente todos los abogados constitucionalistas, la sociedad civil y los partidos de oposición. ¡Es unánime el rechazo!

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Ahora tenemos dos categorías de senadores; los grandes y los pequeños, como si el voto de uno fuera más importante que el de otro, como si no existiera un solo hemiciclo. Algo insólito, descabellado, inaudito, inverosímil. Sin dudas la JCE ha puesto un huevo de Avestruz, pero cuadrado.

La Constitución –norma de todo ordenamiento jurídico de cualquier sociedad- establece que todos los ciudadanos tenemos “derecho a elegir y ser elegible” para los cargos que establece la ley.  Más aún, dice que “el voto es personal, libre, directo y secreto. Nadie puede ser obligado o coaccionado, bajo ningún pretexto, en el ejercicio de su derecho al sufragio, ni a revelar su voto”.

No hay que estudiar en Harvard, Estados Unidos,  ni en la Sorbonne de Paris, Francia, donde nacieron los códigos napoleónicos, para entender que “el voto es personal, libre, directo y secreto”, que “nadie puede ser obligado o coaccionado, bajo ningún pretexto, en el ejercicio de su derecho al sufragio, ni a revelar  su voto”. ¿Qué palabra del “voto secreto y directo” no entienden los senadores, diputados, dirigentes políticos y miembros del pleno de la JCE para una resolución que niega la Constitución de la República?

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Hace unos días el presidente del Tribunal Superior Electoral, Román Jáquez, tuvo a bien enviarme dos tomos del Diccionario Electoral donde explica que “el derecho electoral se vincula en forma estrecha y vital con el sistema político. Es más, el carácter del sufragio determina, en buena medida, el carácter del sistema político. En la actualidad, para que un sistema político sea reconocido como democrático es imprescindible que el sufragio sea universal, igual, directo y secreto –según la norma y en la práctica-.”

Si el voto es “directo y secreto”, ¿por qué la JCE me obliga a votar por un senador que no es de mi agrado, que no me simpatiza? ¿No viola mi derecho a elegir de manera directa y secreta? ¡Claro que sí! ¡Elemental, mi querido Watson!

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