Por Roberto Valenzuela
Una dama de ascendencia española —impecable y elegante— interrumpió una conversación que sosteníamos en el Centro Cuesta del Libro. Entre amigos de tertulia recordábamos cómo nos hicimos comunistas, inspirados por las leyendas de las Hermanas Mirabal, el Che Guevara y Fidel Castro. Ella —familia cercana a Fernández Mármol, vicepresidente del gobierno de Jorge Blanco— escuchaba en silencio, hasta que no pudo contenerse y nos interrumpió:
—Mi familia vino exiliada de España —dijo con firmeza la dama—. Nos unimos a los jóvenes que luchaban contra la dictadura. Y fue ahí cuando apresaron a mi querido tío Chachito.
Chachito, el menor de los hijos de su abuelo, lo “pasearon” por todas las prisiones del régimen: La 40, La Victoria. Al principio le llevaban comida, después lo aislaron. La familia llegó a creerlo muerto. Cuando cayó la dictadura, la OEA ordenó abrir las cárceles y apareció. Aquel carismático “muchachón” que, antes de entrar en los calabozos de la dictadura, era tan elegante que parecía galán de cine, era ya un espectro: demacrado, con el rostro desfigurado y la razón perdida —loco por las torturas.
De vuelta en su hogar no soportaba puertas cerradas. Le recordaban los barrotes y a los carceleros de Trujillo cerrando la puerta para darle la “pela” del día. Dormía sentado en la galería o vagaba por las calles. Vivía revoloteando los zafacones buscando comida. En las pulperías pedía comida, y su padre, hombre pudiente, dejaba dinero en los colmados para que nadie le negara un plato.
Una vez emprendió a pie el camino de la capital hacia Santiago. Nunca más quiso subir a un vehículo: sentía que cerrar una puerta era volver a la celda. En el trayecto un conductor lo atropelló y lo llevó al hospital. El accidente lo dejó en silla de ruedas. Al final la familia tuvo que ingresarlo en un centro de Haina para ancianos y dementes.
El destino le guardaba una última ironía. Poco antes de morir, Chachito recuperó la razón. Como Don Quijote, vivió loco y murió cuerdo. En sus últimos días se le veía con la guitarra en las manos, entonando tangos de Gardel, con una melancolía que dolía escuchar.
Y así, Chachito se convirtió en un recuerdo vivo de la barbarie trujillista. Su historia susurra desde el pasado: nos recuerda que la libertad es frágil, que el poder absoluto es un monstruo y que ningún país merece revivir la sombra de Trujillo. Porque, mientras la memoria de la resistencia sobreviva, los sin nombre, los héroes desconocidos como Chachito, no mueren. Y el crimen nunca merece la nostalgia de los ignorantes o perversos que vociferan: “¡Aquí hace falta un Trujillo!”.