Rafael Núñez
El germen violento de los haitianos se les impuso desde el momento que les obligaron a subir a los barcos negreros en las costas africanas con rumbo desconocido para ellos.
Casi terminaba el primer año del siglo veintiuno. Cuatro periodistas dominicanos, dos de ellos conocedores de la realidad haitiana, surcábamos el lago Asuey, que es el segundo mayor cuerpo acuífero de la isla, camino a Puerto Príncipe, la capital del Estado impulsado por Jean-Jacques Desallines.
Allí teníamos concertadas varias entrevistas, una de ellas con el entonces presidente Jean Bertrand Aristide.
El sopor traído por el viento desde el lago, la barrera de caliche que se alza hacia los cielos a la izquierda de esa fuente de agua, hacía que nos sintiésemos prisioneros en una angosta carretera que semeja un tobogán.
La trayectoria desde Jimaní, provincia Independencia, hasta Puerto Príncipe convirtieron los 30 kilómetros en el infierno de los caminos.
El difunto Leo Reyes, Pastor Vásquez, Saúl Pimentel y quien escribe esta historia, no teníamos otra opción que llevar los cristales a medio cerrar. El acondicionador de aire estaba defectuoso. La polvareda en el camino hizo que llegásemos a la capital empañetados de una arenilla clorusulfatada de color blanco, casi sin aliento.
En Haití, una reducida presencia de extranjeros se encargaba esencialmente de proteger al entonces mandatario haitiano y de brindar seguridad a enclaves estratégicos para el funcionamiento del país. En ese terruño nunca nadie ha estado seguro. Dos años después, el presidente Aristide fue desplazado por un golpe de Estado militar.
Las expectativas para la entrevista con el exsacerdote y presidente eran altísimas. Se trataba de una exclusiva a periodistas dominicanos.
Llegamos muy temprano a un hermoso palacio reconstruido en 1928 luego de dos intentos de destrucción (1869 y 1912).
Hasta el día del terremoto del 12 de enero de 2010, la mole de concreto hermosa pintada de blanco relucía imponebnte en aquel pequeño valle. En el segundo nivel, esperaba un señor de fino protocolo que nos condujo hasta el salón donde se haría la entrevista.
En el Palacio Presidencial, todos los espacios lucían confort y detalles en las cortinas y alfombras que distaban mucho del arrabal que se percibía en las aceras y calles contiguas. No se borra de mi mente la imagen de una cocina (fritura) cercana donde una mujer hervía un menjurje para la venta, de extraño olor.
La mansión presidencial, era un palacete del tipo Renacimiento francés. El anfitrión llegó 25 minutos después con traje gris y corbata azul cielo, saludó y tomó asiento como si fuese un emperador.
Aristide, en su discurso de toma de posesión en el primer período, de 1991, había sido cortés con República Dominicana; sin embargo, fue distante y diplomático, aunque no llegamos a descifrar el motivo por el que se le revolvía el estómago. Después de hablar de los temas binacionales y de la agenda haitiana, nos despedimos cada quien con la curiosidad en nuestros adentros.
El carismático presidente tomó el camino para perderse en los pasillos laberinticos del palacio, dejando la intriga sembrada en los cuatro interlocutores.
Desconocíamos entonces el misterio que se manejaba tras bastidores, y por qué habría interés en este personaje de dejar sentado un lenguaje corporal sugerente.
Un ilustre haitiano
Horas más tarde, el diplomático amigo Pastor Vásquez y quien suscribe subimos por las empinadas lomas en las que se encuentran enclavadas las mansiones de los ricos y poderosos, Petion-Ville.
En aquella montaña, transformada en estos tiempos en inseguros arrabales, vivía con una modestia propia de su naturaleza humana el ilustre dirigente del Partido Comunista Haitiano (PCH) Gérard Pierre-Charles, un activista político contra la dictadura de los Duvalier, encarcelado y perseguido por sus ideas.
Luego de saludarnos con su habitual cordialidad, preguntamos, ¿cómo está su salud y los ajetreos políticos?
Aquel hombre, ya fallecido, de un metro 90 centímetros, que había dado todo de sí para que su amigo Aristide llegase al poder, quedó pensativo, dos lágrimas afloraron a su rostro. Tenía temor, su biblioteca fue quemada por el movimiento Lavalás, en el poder.
Se quejó amargamente de cómo las turbas de la facción política del entonces presidente había penetrado a su oficina y hecho cenizas la más importante reserva de textos sobre la historia de su país, que no poseía nadie. Sin reflejar odio ni rencor contó cómo su oficina en Canape-Vert fue saqueada.
Su casa, ubicada entonces contigua al Juzgado de Paz de Petion-Ville, solo estaba resguardada en la parte frontal por un hermoso jardín con flores cultivadas por él y su esposa, la intelectual y política Susy Castor.
Los descendientes de Bouckman han tardado en sobreponerse al gen de la violencia. Y hasta las élites políticas, militares y empresariales han de reconocerlo.
Lo que reveló el general Henri Namphy
El fenecido general Henri Namphy, que asumió el poder por un golpe de Estado contra la dictadura de Jean Claude Duvalier, el 6 de febrero de 1986, admitía en privado y en público, que los propios descendientes de Toussaint Louverture habían hecho cenizas el aparato productivo que dio origen al Estado haitiano.
Namphy, quien murió en su casa de Jarabacoa, República Dominicana, me confió: “Durante nuestra historia no hicimos nada para tomar una nueva vía”.
Él, que arribó al poder por un golpe militar, no patrocinó genocidio, y desengañado no quiso nunca volver a su patria.
Con dolor me confió que su casa fue saqueada y la biblioteca quemada por las bandas cuando abandonó su país. Fue desplazado del poder el 7 de febrero de 1988 por Leslie Manigat quien le nombró jefe del Ejército hasta que Prosper Avril dio otro golpe de Estado.
Haitianos de distintas ideologías y pertenecientes a capas sociales diferentes externan en la intimidad que Haití necesitará siempre la cooperación extranjera para salir del hoyo negro en el que entró por culpa, en primer lugar, de ellos. Una invasión militar unilateral, sin un plan estratégico de desarrollo y con el objetivo de aplicar la fuerza, es más de lo mismo.