“Si no hay justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno”. E. Zapata.
Por JUAN T H
El gobierno, con el control de todos los espacios de poder en sus manos, está dejando cada vez menos oportunidades para que la gente exprese su disgusto ante el caos, los abusos y atropellos que se cometen a diario en su contra, debilitando la democracia y con ella la justicia y la libertad.
La corrupción es el pan nuestro de cada día. Los funcionarios y dirigentes políticos, cada uno con su testaferro a cuestas, se roban impunemente el país sin que hasta el momento hayamos podido hacer algo para impedirlo.
El Partido de la Liberación Dominicana y sus gobiernos nos han desfalcado. Para mantener las finanzas, se valen de las remesas que producen los exiliados económicos, el turismo, el lavado de activos, los préstamos que nos endeudan cada día más, el narcotráfico y el crimen.
Los que entraron en chancletas, primero salieron en jeepetas; pero ahora andan en helicópteros y aviones supersónicos privados. Y cuando vuelan en aviones privados, lo hacen en primera clase para que no se les pegue el grajo de los demás.
Los corruptos no pasan inadvertidos; el pueblo los tiene identificados. No importa que sus jueces, sus fiscales y sus abogados, con las leyes que ellos mismos hicieron, los mantengan en libertad, ya sea con un “no ha lugar”, “archivando” sus expedientes o declarándolos inocentes.
El pueblo sabe quiénes son, saben sus nombres, sus apellidos, incluso donde residen.
Como no hay justicia que los condene y los meta a la cárcel, la gente puede mostrar su encono, su impotencia y su ira de muchas formas. Como hace la clase media en otros países: Cuando un político o funcionario tildado como corrupto va a un restaurante, la gente abandona el lugar. Lo mismo si va a un estadio de baloncesto, futbol o béisbol. Los fanáticos los dejan solos sentándose bien lejos y vociferándoles toda clase de improperios.
En la República Dominicana los ciudadanos decentes y honrados, los que se ganan el dinero con “el sudor de sus frentes” fruto de sus estudios, el talento y el trabajo tesonero, que pagan sus impuestos, que no le roba al Estado ni al pueblo, no deben sentarse en la misma mesa con un delincuente prevaricador que amasó fortuna con el dinero ajeno.
Usted sabe que el funcionario está pagando la opulenta cena con su dinero. Es usted, no ese maldito, quien paga la cuenta. Los ministros, viceministro, embajadores, cónsules, generales, etc., buscan en el menú los platos más exóticos, las bebidas más exquisitas y finas. Al final pasa una tarjeta de crédito de la institución donde está designados. (No le hagamos el coro, que sientan nuestro rechazo. Vayámonos a otro lugar. Parémonos bruscamente, que se haga sentir el repudio, la protesta. (Es simple, pero duele)
Uno de esos días un paradigma de la corrupción fue a un pobre pueblo de su provincia a llevar limosnas humillándolos más de lo debido. La gente, con su miseria enardecida, con su rabia multiplicada, lo echó del pueblo con sus inservibles regalos proselitistas.
Cada cuatro años senadores, diputados, alcaldes, ministros y demás funcionarios, y dirigentes políticos, después de haber llenado sus alforjas acumulando inmensas fortunas, van a esos barrios marginados, a los cinturones de miseria que ellos mismos crean, a los campos ignorados y empobrecidos, a buscar votos, a comprarlos con migajas. La gente debe indignarse haciéndolos salir corriendo, temiéndole a las consecuencias.
Es tiempo de que la pobreza y la miseria de la gente se pongan su más hermoso vestido de orgullo y dignidad. Y que la clase media, cada vez más disminuida, eleve su conciencia política y social protestando contra los malvados corruptos, marchando verde o de cualquier otro color y gritando su rabia y su dolor a los cuatro vientos.