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Despacho del abogado H. A. Guess, destruido en 1921, reabierto. Consulta del doctor H. J. Watson, destruido en 1921, reabierto. Sastrería Allen, Agencia inmobiliaria Twine… Al distrito de Greenwood, en Tulsa (Oklahoma), lo llamaban ‘El Wall Street Negro’ porque a principios del siglo XX se había convertido en un polo segregado pero próspero. Hoy las placas en el suelo recuerdan la mayor masacre racista ocurrida desde el fin de la esclavitud. En plena época de linchamientos y expansión del Ku Klux Klan, aquella comunidad parecía una isla donde se mezclaban músicos, profesionales, comerciantes y criadas que regresaban del trabajo. Al calor de la bonanza económica se elevaron las expectativas de su población, alentadas también por veteranos negros de la Primera Guerra Mundial que habían visto mundo, uno en el que no se les recordaba a cada paso su reciente pasado de esclavitud. Liberados, pero no considerados ciudadanos de pleno derecho en Estados Unidos, su prosperidad causó miedo y rabia.

Altice

La chispa que prendió fue la detención de un chico negro por una supuesta agresión a una muchacha blanca en un ascensor. Entre el 31 de mayo y el 1 de junio de 1921, una turba de hombres blancos arrasó el barrio. Los historiadores calculan que unos 8.000 vecinos, casi el 80% del total, perdieron sus casas, que se destruyeron la mayor parte de los negocios y murieron unas 300 personas. Según el historiador de Harvard Hannibal B. Johnson, ni un solo blanco resultó condenado por los disturbios, pero docenas de negros fueron acusados de incitarlos. Hoy es un barrio en transición, donde bloques fantasmales conviven con establecimientos de vanguardia en edificios industriales de ladrillo visto.

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La masacre de Tulsa se ha recordado estos días, en plena ola de protestas contra el racismo, porque Donald Trump ha escogido esta ciudad para reanudar los grandes mítines tras la crisis sanitaria. Los carteles con el lema Black Lives Matter (Las vidas negras importan) se han multiplicado en las calles. Elizabeth Henley, artista afroamericana de 36 años, y otros grafiteros, llevaba todo el viernes pintando un mural enorme con esas palabras. “Creo que todo ha surgido con esta fuerza porque las emociones están a flor de piel con la pandemia”, explicaba. “Ha surgido este movimiento, que reconoce el racismo como algo sistémico, pero también la fealdad y las divisiones son más visibles”.

Apenas a tres calles de allí, pero separados por una vía de tren, medio centenar de seguidores de Trump aguardaban en tiendas de campaña el discurso del presidente este sábado. “A esa gente [se refiere a los manifestantes del otro lado] les están mintiendo quienes quieren romper este país en un momento en el que necesitamos estar juntos”, decía Carson Kurtright, de 33 años, en una galaxia completamente distinta de la Henley. Los tenderetes con propaganda del republicano son los únicos comercios abiertos en un centro apagado por el coronavirus y la crisis.

Estados Unidos covid 19
Vista del One World Trade Center y Manhattan desde el cementerio de Green-Wood. Foto: REUTERS/Brendan McDermid

Esas tres manzanas de Tulsa explican la convulsión de los últimos meses. Las crisis capitales tienen la capacidad de transformar un país y Estados Unidos, el más poderoso del mundo, está atravesando tres al mismo tiempo.

El historiador de Georgetown Michael Kazin, experto en movimientos sociales y editor de la revista Dissent, no encuentra un antecedente similar. “No hay una analogía para esta situación. Encontramos similitudes con 1968 y el movimiento de liberación negra. También había disgusto con las promesas incumplidas de Lyndon B. Johnson sobre la Guerra de Vietnam, como ahora con Trump por la crisis del coronavirus, y también había elecciones, pero la economía estaba bien. En la pandemia de 1918 [la llamada ‘gripe española’], sí se produjo un declive económico después de la Segunda Guerra Mundial, y hubo muchos disturbios raciales, pero la economía se recuperó a principios de los 20. No recuerdo tres crisis así a la vez”, explica por teléfono.

La Gran Depresión alentó el nacionalismo y la Segunda Guerra Mundial, pero también alumbró los programas sociales del New Deal y sembró el surgimiento de Estados Unidos como gran superpotencia mundial. A la Gran Recesión se le atribuye la ola antiestablishment, la ascendencia de la izquierda política y la llegada al poder de una figura como Donald Trump. ¿Qué puede surgir de una crisis múltiple como la actual? ¿El futuro se parece más al lado grafitero de la vía del tren o al de las tiendas de campaña donde esperan el mitin de Trump?

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“Se puede pedir a la población actos heroicos de sacrificio por un tiempo, pero no por siempre. Una pandemia persistente, combinada con una profunda pérdida de empleo, una recesión prolongada y un volumen de deuda sin precedentes creará tensiones que se convertirán en una reacción violenta, lo que no está aún claro es contra quién”, apunta Francis Fukuyama en un extenso artículo publicado esta semana en Foreign Affairs. A su juicio, el auge del nacionalismo, la xenofobia y los ataques al orden liberal en todo el mundo se verán agravados por esta pandemia, aunque el shock también puede generar resultados políticos positivos, empujar a reformas estructurales. El coronavirus ha mostrado una doble faz de los Gobiernos: los fallos en sus respuestas, pero también la capacidad de buscar soluciones y desplegar recursos colectivos.

La sensación de peligro puede inclinar a la población hacia la izquierda o la derecha, según la naturaleza de la amenaza. Un estudio de 2018 de Fade R. Eadeh, del Carnegie Mellón, y de Katharine K. Chang, del Instituto Nacional de Salud Mental, señala que las crisis sanitarias, los problemas del clima o la corrupción empresarial aumentan el apoyo a la política progresista, mientras que la seguridad nacional ante ataques del exterior impulsan un giro conservador, que se percibe “más eficaz lidiando con el terrorismo, mientras que los progresistas se consideran mejores ante problemas de salud o medioambientales”, señalan.

La propia actitud de la sociedad ante un fenómeno la crisis sanitaria se lee en clave de partido en Estados Unidos. Según los datos del Pew Research de primeros de mayo, el 87% de los demócratas se declara preocupado porque las medidas de confinamiento se levantasen demasiado pronto, algo que solo incomodaba al 47% de los republicanos, y esa brecha ha ido en aumento. Un mes antes, en abril, los porcentajes se situaba en un 81% frente a un 51%.

La decisión de llevar o no llevar mascarilla se ha convertido en una declaración de principios para algunos. Trump se ha negado abiertamente a mostrarse cubierto en público y es menos común verlas entre los seguidores del republicano que en la población en general. El viernes por la tarde, entre el medio centenar que aguardaba al mitin, solo la llevaba una persona. Ante la ola de protestas, mientras los progresistas y parte de los republicanos perciben el racismo como un problema estructural que afrontar, los trumpistas ven un problema de individuos que requiere soluciones individuales.

Para Kazin, “la polarización lleva produciéndose desde los 90, cuando Newt Gingrich y los republicanos se hacen con el control de la Cámara de Representantes. El auge conservador les vuelve muy seguros e intolerantes con sus oponentes. Y entonces, la gente a la izquierda también genera su propia intolerancia”. “Vivimos dos intolerancias, no es una guerra civil, pero hay divisiones profundas que creo van a seguir en el futuro porque este es un país muy heterogéneo. También había esas divisiones en los 30, la gente se olvida de que a muchos no les gustaba el New Deal”. El clima se ha extendido a la esfera privada de la vida. “Yo tengo un solo amigo republicano votante de Trump, eso no solía ser así hace años. Recuerdo que Karl Rove [asesor de Bush hijo] me invitó a comer a la Casa Blanca para hablar de un libro mío. Eso no es hoy imaginable”, explica el historiador.

El profesor Steven Levitsky, autor de How Democracies Die (Cómo mueren las democracias), expresaba un temor similar en una entrevista en EL PAÍS en 2019. “Hay pocos lugares en EE UU donde conviven demócratas y republicanos. Donde vivo, en Boston, tengo que conducir 20 kilómetros para encontrar a un trumpista. Eso no es normal. Y, al contrario, si vas a Oklahoma vas a encontrar pueblos enteros que votan 99% por Trump, no hay demócratas. Los ciudadanos pierden la costumbre y la capacidad de coexistir”.

Este pulso entre las dos Américas se produce ahora, a diferencia de hace tres meses, en el escenario económico más tenebroso desde la Gran Depresión. El parón autoimpuesto en medio mundo para frenar la propagación del virus ha sumido a Estados Unidos en la recesión, tras una década de bonanza. El desempleo pasó del 3,5% en febrero al 14,7% en abril, un salto vertiginoso en un país de frágil red social frente a los parámetros europeos.

Los primeros compases de esta crisis apuntan además a una mayor brecha económica y el refuerzo del poder de gigantes grupos tecnológicos. En plena marea de bancarrotas de empresas pequeñas y medianas, las acciones de Amazon está en zona de máximos históricos, la compañía tiene una capitalización de 1,19 billones de dólares y el patrimonio de su fundador, Jeff Bezos, engordó en casi 30.000 millones en un solo mes.

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Este es también un país en plena metamorfosis. El lunes, el Tribunal Supremo, de mayoría conservadora, decidió por una mayoría de seis a tres jueces que los trabajadores LGBT quedaba protegidos de la discriminación bajo el paraguas de la Ley de Derechos Civiles de 1964. Hasta ahora, no se consideraba que la orientación sexual o la identidad sexual quedase cubierta. Según una encuesta de la CBS, hasta el 82% de los estadounidenses (incluido el 71% de los republicanos) consideraba que debía cambiarse esa concepción para proteger también a gays o transgénero.

Y esta es una nación cada vez más más diversa. En 2011, por primera vez, nacieron más niños de minorías que blancos de origen europeo. Los blancos no hispanos son el único grupo de población en retroceso y, según las proyecciones del reputado demógrafo William Frey, en 2060 pueden llegar a representar menos del 50%.

Las tensiones han alumbrado catarsis súbitas en los últimos años. Se ha producido una mayor concienciación contra la discriminación sexual y de raza, cristalizada en movimientos como el Metoo y ahora esta ola de movilizaciones a raíz de la muerte del afroamericano George Floyd. De la noche a la mañana, Nike convierte el 19 de junio, cuando se conmemora la liberación de los esclavos, en vacaciones pagadas para los empleados, los circuitos de NASCAR prohíben las banderas confederadas y el diccionario Merriam-Webster anuncia que revisará la definición de racismo para expresar los modos en que puede resultar sistémico. La oleada traspasó fronteras, reafirmado la capacidad de la gran potencia de marcar la agenda en el mundo.

La socióloga Suzanne Staggenborg, experta en movimientos sociales de la Universidad de Pittsburg, cree que Estados Unidos vive un punto de inflexión en la lucha contra el racismo. ¿Por qué ahora, por qué la muerte de George Floyd ha provocado esto si ha habido muchos otros casos de brutalidad policial antes? “Un factor ha sido lo estremecedor que resultó el vídeo, pero más que eso, se debe a los años de movilizaciones de Black Lives Matter [creado en 2013, se traduce en español por Las vidas negras importan], su trabajo organizativo previo ha sido crucial como lo fue para el feminismo en la Marcha de las mujeres. Y también está el movimiento de resistencia a Trump, que ya estaba en marcha y ha encontrado otra causa unificadora”, explica.

La era Trump ha tenido una capacidad inusitada para sacar a miles de estadounidenses de diferentes generaciones y orígenes a la calle contra el machismo, contra las armas, por el clima y contra el racismo. Pocos como el republicano son capaces de exasperar tanto a los progresistas y demócratas moderados y esta triple crisis no ha sido una excepción.

A cinco meses de las elecciones, el presidente ha puesto el acento en los disturbios violentos de la ola de protestas, en lugar de situarlo en el problema del racismo, y ha azuzado la bandera de la ley y el orden contra lo que llama la “izquierda radical”. Este mismo viernes, advertía, cara a su mitin en Tulsa: “Cualquier manifestante, anarquista, agitador, saqueador o escoria que vaya a Oklahoma, por favor, que entienda que no van a ser tratados como en Nueva York, Seattle o Minneapolis [ciudades con alcaldes progresistas]. ¡Será un escenario muy diferente!”.

Con la pandemia, Trump insistió en la negación durante semanas, llegó a decir que desaparecería como “un milagro” (27 de febrero) y hasta la equiparó con la gripe común (9 de marzo). Al republicano le habían advertido de que una pandemia como esta era una amenaza muy real desde que puso los pies en la Casa Blanca, pero no solo no preparó la respuesta, sino que en los últimos años redujo los medios para enfrentarse a ella. A partir de mediados de marzo, cuando la gravedad de la crisis era evidente, los estadounidenses vieron al Trump más estrafalario, llegando a sugerir en rueda de prensa utilizar inyecciones de desinfectante para matar al virus. Y entró en guerra con los gobernadores demócratas, a los que acusó de extremar las medidas de confinamiento para perjudicarle electoralmente.

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