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Busqué al vendedor por todo el barrio, pero no lo encontré. Quería comprar los zapatos que vi en una página online, pero ni el propietario ni el local de la tienda encontraba. Pregunté aquí y allí. En eso me detuve frente a la casa donde un señor contaba historias de su campo. Me acerqué discreto, aguzando el oído.

Altice

— Oiga compadre, óigame bien. En el campo los galipotes intimidan a la gente en los caminos. Si a uno le coge la noche fuera de la casa, mire, es mejor quedarse donde un amigo, antes que cruzar un monte y toparse con semejante tenebroso ser.

La historia mordió mi interés. Pero de repente el señor levantó la cabeza y me vio, detuvo su historia y se dirigió hacia mí.

– ¿Desea algo caballero? –, me preguntó.

–¿Qué es un galipote? –, balbuceando, dije.

Cuentan que un hombre muy rico, tan rico como avaricioso, quería vida eterna. Para conseguirla pactó con el Diablo. A cambio de su alma Satanás le daría poder para cometer tantos delitos como quisiera, sin temor a las consecuencias ni a la muerte. Salvo una excepción: puede matarlo el sacerdote de su parroquia, pero si usa una pistola negra con balas de plata.

Entonces el hombre dio dos zancadas y llegó a la iglesia. La puerta estaba abierta y entró. En ese momento el Padre, un hombre alto con los ojos azules y el pelo blanco, salía del confesionario con un crucifijo de plata en una mano y una voluminosa biblia forrada de negro en la otra. El hombre piadosamente pidió ser confesado.

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Pero cuando el Padre le dio la espalda para regresar al confesionario, el hombre lo agarró por el cuello con fuerza con el brazo izquierdo y con la mano derecha sacó de su cintura un filoso cuchillo y lo degolló. El Padre cayó con la boca y los ojos abiertos frente al altar. Parecía que miraba con sorpresa al cristo crucificado. La sangre brotaba a borbotones, cubriendo de rojo la sotana blanca.

Del pacto nació el galipote y del hecho surgió su inmortalidad.

De modo que el galipote es un hombre, con poderes. Que se diferencia del prójimo porque tiene la potestad de convertirse en un animal cualquiera o en el tronco de árbol o en una ráfaga de viento helado. En realidad, hay mil formas en las que se puede transformar un galipote para escapar impune de sus diabluras.

A los galipotes que se convierten en perros le llaman lugaru, del francés loup-garou, el hombre lobo. O está el que camina dando grandes zancadas, tan grandes que se diría vuela convertido en ave en la oscuridad. A esos le llaman zánganos o zancú.

De niño recuerdo las historias de galipotes que salían errantes por la sombra de la noche. En el Cupey, Puerto Plata, Don Luis Emilio Cid, mi padre, se enfrentó varias veces a los galipotes y los venció. Sólo descansó de esa guerra a brazo partido cuando se mudó a Santiago. Porque los galipotes no salen en las ciudades. Le temen a la luz del día como Drácula a la del Sol.

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Se me ocurre que el galipote ha mutado. Y que hoy existe una nueva especie que se maneja tanto en la cerrazón de la noche como en la luz del día. Es un zancú que brinca de la pobreza al palacio de gobierno y, de ahí, a una villa de lujo, preferiblemente Casa de Campo.

En los años ochentas, por ejemplo, gobernó al país un galipote que se convertía en comunista, en huelguista, en guerrillero, etc. El cambio era cónsono con su conveniencia.

Era tan bueno enseñando las malas artes políticas que, desde entonces, todo el que coge la ñoña se vuelve galipote. Arrasan con todo en el gobierno, pero cuando los sacan del Poder se convierten en revolucionarios. Se vuelven rabiosos defensores de los pobres, fieles protectores de la patria y celosos guardianes del erario público.

Regresé a la casa sin comprar los zapatos. No sólo porque no los encontré, sino porque pensé: si me engancho a galipote, ¿para qué gastar en zapatos? Las pesuñas del León son suficientes.

Por Miguel Ángel Cid Cid

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