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Por Alejandro Jáquez

Altice

Hubo una vez un partido político que nació del ideal de construir una nación más justa y próspera. Fundado por un gran maestro, su propósito no era solo alcanzar el poder, sino forjar hombres y mujeres de Estado cuya integridad fuera incuestionable. La hermandad, el respeto y el trabajo en equipo eran los valores que cimentaban su ideología.

Este partido, movido por una fe inquebrantable en sus principios, logró realizar grandes aportes a la sociedad. Durante un tiempo, fue faro y guía, iluminando el camino del progreso. Sin embargo, el éxito trae consigo riesgos, y en su caso, el ego fue el primer enemigo que surgió desde dentro.

Cuando se creyeron invencibles, comenzaron a nacer las sombras que opacaron la luz que antes los definía. Los líderes dejaron de escuchar, pues todos estaban demasiado ocupados hablando, defendiendo sus propias verdades y agendas personales. El respeto y la camaradería, antes pilares fundamentales, se convirtieron en conceptos vacíos. En su lugar, la envidia, las mentiras y el irrespeto tomaron el control.

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El partido, que alguna vez fue un movimiento colectivo, comenzó a fragmentarse. Los compañeros se transformaron en jefes, y la verdad dejó de ser un ideal compartido para convertirse en una imposición individual. En esa transformación, olvidaron su origen, el motivo por el cual existían y el compromiso que los unía a la gente.

Con el tiempo, el partido se dividió en facciones irreconciliables. Algunos miembros se alejaron, ya sea porque no eran necesarios o porque no tenían nada más que ganar. Otros aprovecharon las estructuras del poder para convertirse en empresarios, dejando atrás los ideales que en su día defendieron. Los que se quedaron se dividieron aún más, formando hasta ocho grupos distintos, cada uno con su propia agenda, su propio ego y su propia verdad.

Hoy, nadie confía en nadie. Lo que alguna vez fue un movimiento unificado se ha convertido en un campo de luchas internas, donde el interés individual prima sobre el colectivo. Mientras tanto, la sociedad, que fue testigo y beneficiaria de sus grandes logros, observa con decepción cómo el partido pierde su rumbo.

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El futuro es incierto. Quizá la prensa sea quien dicte el veredicto final. Quizá haya voces críticas que ignoren estas reflexiones y las consideren solo palabras vacías. Pero el tiempo, implacable, será quien nos mire de frente y nos obligue a enfrentarnos a la verdad.

¿Habrá oportunidad de cambiar el rumbo? ¿Se podrá recuperar la luz que alguna vez iluminó su estrella? Solo el tiempo y la capacidad de autocrítica podrán responder estas preguntas. Porque, al final, la lección está clara: el ego, cuando se instala, no solo destruye lo que encuentra a su paso, sino que también arrastra al olvido los sueños que alguna vez unieron a un colectivo.

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