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Días después de que Argentina canceló todos los vuelos internacionales de pasajeros para proteger al país del nuevo coronavirus, Juan Manuel Ballestero comenzó su viaje a casa de la única manera posible: se subió a su pequeño velero y emprendió lo que resultó ser una odisea de 85 días por el océano Atlántico.

Altice

El marinero de 47 años pudo haberse quedado en la pequeña isla portuguesa de Porto Santo para esperar a que pasara la época de cierres y distanciamiento social en un lugar con hermosos paisajes donde el virus prácticamente no ha llegado, pero la idea de pasar lo que creyó que podía ser “el fin del mundo” lejos de su familia, en especial de su padre que pronto cumpliría 90 años, le pareció insoportable.

Entonces, narró que abasteció su embarcación de 9 metros con atún enlatado, fruta y arroz, y zarpó a mediados de marzo.

“No quería quedarme como un cobarde en una isla donde no había casos”, dijo Ballestero. “Quería hacer todo lo posible para regresar a casa. Para mí lo más importante era estar con mi familia”.

La pandemia del coronavirus ha alterado la vida en casi todos los países, devastando las economías de todo el mundo, exacerbando tensiones geopolíticas y cancelando la mayor parte de los viajes internacionales. Un aspecto especialmente doloroso de esta terrible época ha sido la incapacidad de incontables personas de volver a toda prisa a sus hogares para ayudar a sus seres queridos enfermos o asistir a funerales.

Los amigos de Ballestero intentaron disuadirlo de embarcarse en ese peligroso viaje y las autoridades de Portugal le advirtieron que quizá no le permitirían reingresar al país en caso de que tuviera problemas y se viera obligado a volver, pero estaba decidido.

“Me compré un boleto de ida y no había marcha atrás”, dijo.

Sus familiares, acostumbrados al estilo de vida itinerante de Ballestero, sabían que no podrían convencerlo de lo contrario.

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“La incertidumbre de no saber dónde estuvo durante cincuenta y tantos días fue muy difícil”, afirmó su padre, Carlos Alberto Ballestero. “Pero no dudamos de que todo saldría bien”.

Cruzar el Atlántico navegando en un velero pequeño es un desafío en las mejores circunstancias. Las dificultades añadidas de hacerlo durante una pandemia se volvieron evidentes al cabo de tres semanas de iniciado el viaje.

El 12 de abril, las autoridades de Cabo Verde se negaron a permitirle atracar en la isla para reabastecerse de alimentos y combustible, comentó Ballestero.

Con la esperanza de tener suficiente comida para el resto del viaje, dirigió su embarcación hacia el oeste. Si le quedaba menos combustible del que esperaba, se quedaría a merced del viento.

Ballestero estaba acostumbrado a pasar largos periodos en el mar, pero estar solo en mar abierto es sobrecogedor incluso para el navegante más experimentado.

A unos días de iniciar el viaje, se sintió aterrorizado por la luz de un barco que pensó que le seguía el rastro y parecía acercarse cada vez más.

“Comencé a navegar lo más rápido posible”, dijo Ballestero. “Pensé: si se acerca demasiado, dispararé”.

Ballestero ha pasado gran parte de su vida navegando y ha atracado en Venezuela, Sri Lanka, Bali, Hawái, Costa Rica, Brasil, Alaska y España.

Ha identificado tortugas marinas y ballenas para organizaciones ecologistas y ha pasado veranos trabajando como capitán de embarcaciones de europeos acaudalados.

En 2017, compró su velero, un Ohlson 29 llamado Skua, con la esperanza de llevarlo a recorrer el mundo. La embarcación demostró estar a la altura de la difícil empresa de atravesar el océano en un planeta inmerso en estado de crisis.

“No tuve miedo, pero sí mucha incertidumbre”, dijo. “Era muy extraño navegar en medio de una pandemia con la humanidad tambaleándose a mi alrededor”.

Navegar puede ser una pasión solitaria, y para Ballestero lo fue particularmente en este viaje, ya que cada noche escuchaba las noticias en una radio durante 30 minutos para enterarse de cómo avanzaba el virus por el mundo.

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“No dejaba de pensar si este sería mi último viaje”, narró.

A pesar de la vastedad del océano, Ballestero sintió que estaba en una especie de cuarentena, aprisionado por un flujo incesante de pensamientos premonitorios acerca de lo que deparaba el futuro.

“Era preso de mi propia libertad”, recordó.

Afirmó que, cuando estaba acercándose al continente americano, una ola descomunal azotó la embarcación a 240 kilómetros de Vitória, Brasil. Ese suceso lo obligó a hacer una parada técnica improvisada en Vitória, lo cual extendió el viaje diez días más, cuando él esperaba tardar 75.

Durante esa parada, Ballestero se enteró de que su hermano les había hablado a los medios de comunicación en Argentina acerca del viaje, lo cual llamó la atención de quienes estaban aburridos y recluidos en casa. Ante la insistencia de sus amigos, creó una cuenta en Instagram para documentar el último tramo del viaje.

Cuando llegó a su natal Mar del Plata, el 17 de junio, se quedó asombrado por la bienvenida que recibió, como si fuera un héroe.

“Atracar en mi puerto, donde mi padre tenía su velero, donde me enseñó tantas cosas y aprendí a navegar, y donde se originó todo esto, me dio la sensación de haber cumplido con la misión”, expresó.

Un profesional de la salud le hizo una prueba de COVID-19 en el muelle. Al cabo de 72 horas, después de que su resultado dio negativo, se le permitió pisar suelo argentino.

Aunque no logró festejar el cumpleaños 90 de su padre en mayo, sí llegó a tiempo para el Día del Padre.

“Lo que viví fue un sueño”, dijo Ballestero. “Pero tengo el firme deseo de seguir navegando”.

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