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Por JUAN T H

Altice

Dice la gente que la esperanza es lo último que se pierde. ¡Y es verdad!

El pueblo dominicano parecía haber perdido la confianza en que sus problemas fundamentales alguna vez tuvieran soluciones porque parecía que el país iba en reversa o en un círculo vicioso que impedía el progreso de la mayoría, ya que el gobierno era de unos pocos privilegiados por el tráfico de influencias, el nepotismo, el clientelismo y la corrupción que le costaba miles de millones de pesos todos los años, negándole salud, educación, seguridad, vivienda, energía eléctrica, agua potable, transporte, empleo digno y alimentación adecuada.

Había razones para no confiar en los políticos que conducían los destinos de la nación. Nadie perseguía la corrupción. La impunidad era la norma. Ninguna consecuencia para quienes se robaban los bienes públicos. El Partido de la Liberación Dominicana diseñó un sistema que le permitió adueñarse del patrimonio del Estado impunemente. Un grupo de dirigentes de ese partido se enriqueció exponencialmente con el respaldo o contubernio de medios de comunicación, comunicadores, empresarios y comerciales que también aumentaron enormemente sus bienes.

El contrabando, el narcotráfico, la evasión de impuestos, el crimen organizado, formaron parte del esquema político puesto en marcha por el PLD. La corrupción generalizada se convirtió en un instrumento de permanencia en el poder. Ningún órgano del Estado quedó limpio. En todas partes se estableció un entramado de delincuencia. Las excepciones fueron escasas. Pocos salieron del lodo sin enlodarse, del fango sin ensuciarse, del estiércol sin embarrarse. El pus brotaba por todas partes. Las yagas no cerraban. El cáncer de la corrupción hizo metástasis sin que ninguna quimio pudiera mejorar el malestar del tejido social comprometido. (La asociación de malhechores era pública en casi todas las instituciones)

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La inversión de valores éticos y morales nunca había alcanzado un nivel tan alto; ni siquiera en los peores momentos de nuestra vida democrática.

Luís Abinader y el Partido Revolucionario Moderno que lo llevó como candidato presidencial convencieron al pueblo de apostar por un cambio. Muchos creyeron que se trataba de palabras que el viento se llevaría tan pronto terminara la contienda electoral y llegaran al poder.

Sin embargo, los hechos han demostrado que Abinader hablaba en serio, que sus palabras no quedarían en el vacío. Ha estado predicando con el ejemplo tomando medidas drásticas en contra de la corrupción y otros males heredados de los gobiernos del PLD, designando un ministerio público sin ataduras partidarias, un encargado de compras y contrataciones igualmente sin compromisos con grupos políticos, comerciales o empresariales.

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El pasado lunes vi al presidente Abinader en un especial de televisión que buscaba, según mi apreciación, demostrarle al pueblo dominicano que se puede tener fe, que la esperanza puede ser rescatada. El presidente demostró que tiene un gran dominio de los problemas nacionales. Y lo hizo de manera elegante, llana y serena, acercándose a la gente, inaugurando así un nuevo estilo de comunicación masivo.

El presidente está enfrentando los males de la nación con transparencia, haciendo del trabajo y la honestidad, los elementos principales de su gobierno, para que el pueblo vuelva a creer en sus autoridades, advirtiendo que terminó la etapa de la impunidad y la complicidad con la corrupción, que todo aquel que cometa actos reñidos con la ley, las buenas prácticas públicas, será cancelado, sometido a la justicia y encarcelado.

Al ver al presidente Luís Abinader en el programa especial de televisión me convencí de la necesidad de recuperar la esperanza, confiando en que el país está en buenas manos, que el gobierno va bien, que son más los aciertos que los desaciertos, que en una balanza pesa mucho más lo positivo que lo negativo, no importa lo que digan las bocinas, ni los dirigentes de la oposición.

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