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Por Nelson Encarnación

Altice

Antes de arribar a su primer mes de Gobierno, el presidente Luis Abinader concedió una entrevista a uno de los programas nocturnos de la cadena estadounidense CNN en español, durante el cual abordó temas de mucha trascendencia nacional e internacional, pues tocó lo concerniente del tipo de relación con el resto del mundo que pensaba desarrollar en su mandato.

Este último aspecto, dada la difícil correlación geopolítica que tiene lugar ahora mismo en el mundo, fue uno de los tópicos que llamaron la atención de la disertación del jefe del Estado en el indicado canal.

Sin embargo, y aunque pasó ligeramente inadvertido, Abinader habló de algo extremadamente sensible en el ambiente político nacional, al asegurar, de forma categórica y tajante: “Mis hermanos ni mis familiares harán negocio con el Gobierno”.

La trascendencia de esa afirmación no es que se produzca, sino que se lleve a la práctica, y al pasar balance, en el curso de su mandato o en el momento en que ya no sea presidente, se compruebe que no fue un simple discurso.

Es que la relación de familia y las vinculaciones de negocios con el Estado van creando una red de conexiones que muchas veces confunden, tanto a los incumbentes como a sus parientes, de dónde termina una cosa—la relación de familiaridad—y empiezan las obligaciones de cuidar el patrimonio público aun por encima de las presiones de la propia familia.

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Tengo entendido que el actual presidente de la República tiene una familia corta—apenas su madre y dos hermanos—y que su esposa Raquel tampoco tiene un luengo círculo familiar, lo que eventualmente puede garantizar que la promesa de Abinader se va a cumplir.

Ahora bien, el asunto no está en la extensión de la familia, sino en la actitud que se tenga para ponerle límites y hacerle saber que los platos rotos los termina pagando el político, al que se le supone mayor compromiso aun sea por su propio entrenamiento.

El doctor Joaquín Balaguer ha sido probablemente uno de los políticos más atacados en la República Dominicana, pero a nadie se le ocurrió nunca tocarle su círculo familiar, precisamente porque él nunca permitió que sus hermanas se vincularan a negocios con el Estado.

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Su hermana Emma fue la más política, pero esa actividad la desarrolló a través de una organización que, si bien era un brazo electoral sutil al servicio del Partido Reformista, nadie pudo nunca, al menos válidamente, señalarla en una exacción contra los bienes públicos.

Laíta Balaguer, que sí era comerciante, desarrollaba sus negocios en el sector privado, nunca con el Gobierno, porque su hermano sabía hacia el despeñadero a que conducían esas vinculaciones.

Las hermanas y el hermano del presidente Leonel Fernández no han sido señalados en acciones oscuras de aprovechamiento de su condición para hacerse de negocios con el Estado, una actividad lícita y válida en todas partes del planeta, siempre que se lleven dentro del marco de la prudencia.

Y pudiéramos referirnos al caso del presidente Salvador Jorge Blanco, cuyos hermanos y familiares más próximos no estuvieron envueltos en escándalos por su conducta en el manejo de sus relaciones con el Estado.

Y conste que no se necesita abundar sobre lo que le sobrevino a Jorge Blanco apenas abandonar el poder.

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