JUAN T H
Las cárceles dominicanas están saturadas de presos pobres fruto de la falta de oportunidades para los sectores marginados que carecen de educación, vivienda, salud, empleo digno y seguridad social. No significa –en modo alguno- que los ricos no delinquen, si lo hacen pero en menor proporción, lo cual tiene su explicación precisamente en un sistema económico, político y social totalmente desequilibrado, con una balanza que se inclina siempre hacia los más poderosos.
Tenemos más de 26 mil personas privadas de libertad, de los cuales más del 60% es preventivo; hablamos de más de 15 mil cuyos casos tienen años en los tribunales sin alcanzar el carácter de la cosa irrevocablemente juzgada, lo cual habla de una justicia con demasiadas debilidades por su carácter de clase. No es lo mismo un rico preso, que un pobre. El trato que le da la justicia a uno y otro es diferente. A uno le garantizan todos sus derechos, al otro se los niegan. Uno paga los mejores abogados que se puedan conseguir, el otros apenas consigue un “pica pleitos” que no maneja el código procesal penal.
Los crimines y delitos de los pobres son diferentes a los de los ricos, que por general están relacionados con estafas, fraudes, falsificación, corrupción, etc. Nada de ratería, asalto a mano armada, riñas, atracos y asesinatos violentos. Lo que le falta a los pobres en términos materiales y educativos, lo tienen los ricos; el poderoso, el que dirige empresas, instituciones del Estado o partidos políticos. Un pobre no tiene ni con que caerse muerto. ¡Pobre de solemnidad!
El pobre es carne de cañón. Por eso en una cárcel para cien personas meten quinientas o más. El hacinamiento en nuestras cárceles es inhumano, donde los reclusos, lejos de regenerarse para integrarse a la sociedad como un ser respetuoso de la ley y productivo, sale convertido en un delincuente profesional, a pesar de los esfuerzos realizados en el llamado “nuevo modelo”.
Se supone que todos somos iguales ante Dios y la Justicia, pero hay unos iguales que son más iguales que los otros, ante la Justicia y ante el mismo Dios. La desigualdad es una característica del capitalismo salvaje, hoy sumergido en una profunda crisis de valores.
La justicia tiene un carácter político, clasista, innegable, más allá incluso de la propia doctrina. Mis amigos abogados –que son muchos- lo saben mejor que yo. Los pobres se pudren en prisión; los ricos adquieren medidas de coerción benigna como prisión domiciliaria, garantía económica, etc. Al poco tiempo se olvida o se archiva el expediente.
En los últimos 20 años –para no irme muy atrás- se han denunciado cientos de casos de corrupción. Sin embargo todo termina en “una investigación” que se pierde en el tiempo. Y muy rara, pero muy rara vez, los casos llegan al final con una condena definitiva. La impunidad es la norma cuando se trata de corrupción, pública o privada. Fiscales y jueces forman parte de un sistema de complacencia hacia los políticos y empresarios ladrones.
El Estadio Olímpico debería estar lleno de delincuentes de cuello blanco, de dirigentes políticos y funcionarios. No hay uno solo preso. La estructura judicial está concebida para enjuiciar y encarcelar a los pobres que no tienen más opción que la muerte; ellos “valen menos que la bala que los mata”. Son “los nadies”, como dice Eduardo Galeano.
Y seguirá siendo así hasta que en nuestro país no se produzca un cambio radial en el sistema político, económico y social donde el imperio de la ley prevalezca para todos, sin distinción política, económica o social. Una justicia que no esté secuestrada para favorecer corruptos enquistados en el poder.