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Por Nelson Encarnación

Altice

En la accidentada historia de las relaciones bilaterales con Haití, por lo general la República Dominicana ha llevado las de perder en el campo internacional, por muchas razones donde, de manera excepcional, sobresalen dos.

Una es que la diplomacia haitiana, en sentido general, y en los puntos donde le interesa, nos lleva la milla, pues casi siempre su Gobierno trata de ubicar en los centros de decisiones globales a experimentados hombres y mujeres de su servicio exterior.

Es decir que, mientras se nos ocurre enviar a cualquiera de embajador, los haitianos sitúan en esos lugares a personas que tienen una bien formada vocación hacia la defensa de sus intereses, muy particularmente cuando se trata de confrontarnos, que es muy común que así ocurra.

De modo que, en los momentos cruciales, cuando hay que sacar de abajo para defender los intereses respectivos, nos encontramos con la dificultad de que nuestros representantes, generalmente y con excepciones muy contadas, carecen de la experiencia suficiente para contrarrestar las posiciones de los haitianos.

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En otras oportunidades—lamentablemente con demasiada frecuencia—los diplomáticos dominicanos se han llenado de temor frente a los haitianos a la hora de rebatirles sus posiciones, que por regular coliden con verdad.

La otra ventaja comparativa que nos sacan es que, a más de ser expertos en cabildeos, principalmente en los llamados caucus estadounidense, canadiense y europeo, la condición de país más pobre del hemisferio americano hace que Haití se comporte como el paupérrimo del barrio, a quien nadie le negaría una asistencia, aun cuando, como en el caso haitiano, solo sean promesas incumplidas.

Por tal razón, la diplomacia dominicana asentada en esos centros donde se bate el cobre, y en particular el Gobierno nacional como delineador de la política exterior de nuestro país, deben de tener siempre en cuenta estos elementos cuando se trate de la cuestión haitiana.

Y, sobre todo, tener presente que los haitianos, por lo regular, tienen una carta bajo la manga, razón por la cual—recurriendo a un término del béisbol—siempre debemos jugarles pegados a la pared.

Esto lo acabamos de comprobar con ocasión de la conversación que el presidente Luis Abinader sostuvo con el primer ministro haitiano durante la recién pasada Cumbre de las Américas, en Los Ángeles, California, Estados Unidos.

La proactividad haitiana metió al presidente en una enredadera peligrosa, al difundir la especie de que nuestro gobernante, supuestamente, había convenido con Ariel Henry un plan de regularización de indocumentados.

Todo un ardid, que por fortuna fue oportuna y diligentemente desmentido por el Gobierno dominicano mediante un comunicado que no dejaba dudas.

¿Regularizar de nuevo? Fue la lógica reacción en un país cuyo Gobierno ya había botado 2,000 millones en un fallido intento de regularización que no avanzó, ni avanzará nunca, si el Estado haitiano no documenta a sus ciudadanos.

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