Ramiro inclinó su brazo y dos monedas cayeron sobre mis manos, había sido la primera vez que alguien me hiciese tan grato agasajo– gracias don Ramiro tartamudeé avergonzado, pero satisfecho por el obsequio. Le conocí desde siempre; delgado, de escasa cabellera, voz estridente, tez oscura y mirada profunda. Cargaba un revolver ceñido a la cintura como si se tratase de una especie de talismán al que rendía culto irrestrictamente.
Creído y de poca formación vanagloriaba su riqueza; beodo empedernido y tahúr hasta el tuétano solía manejar altas sumas de billetes que acariciaba con fogosidad hasta terminar con dolores en las yemas de los dedos y callos en las palmas de las manos. Le admiraba, exhibía una estrafalaria verborrea que me desconcertaba; en cuestión de segundos citaba decenas de escritores de diversas nacionalidades y fustigaba el imperio yanqui como nunca escuché a nadie hacerlo, excepto a Chávez.
Bailarín incansable, de personalidad jocosa, presumía de su atuendo. Bohemio de naturaleza y temperamento bipolar despampanaba todo a su alrededor, yo lo creía un intelectual, le admiraba.
Después y a medida que profundizaba en mis lecturas e investigaciones consuetudinarias perdí la virginidad ocular, aquella figura rimbómbate de voz estridente, tez oscura y mirada profunda comenzaba a perder mi admiración; se había convertido en un intelectual de papel, de cuando en vez le veo, le abrazo y ensalzo pero ya no me deslumbra, su discurso es el mismo, se quedó suspendido en el tiempo; aún me habla de la caída del muro de Berlín y el facismo de Mussolini.
Sus historias me recuerdan a Edgar Allan Poe y su deslumbrante novela “Los crímenes de la calle morgue.”
Los años han pasado y dejó de usar su talismán en la cintura, no cuenta billetes y a veces luce desilusionado de la vida; lucha por mantener su espíritu jovial. Su pelo canúzco y ojos deprimidos delatan su inconformidad consigo mismo, divaga insensatamente y redunda una y otra vez en trivialidades.
Me han dicho que cada vez más pierde facultades audiovisuales y su insensatez por las cosas del pasado son mayores. En el pasado pulseaba con él, hoy le contemplo con tristeza; dejó de ser mi Jorge Eliécer Gaitán, Luke Harding, Gaetano Mosca, o más aún mi Norberto Bobbio, es un simple mortal al que la vida me obliga a querer y respetar, es un intelectual de papel.
Por Valentín Pérez