Por JUAN T H
El presidente Luís Abinader se ha dispuesto terminar con la corrupción, un mal endémico que nació con la llegada de los conquistadores españoles en 1492 y se afianzó con la fundación de la República en 1844, hasta nuestros días, sin que nadie haya podido evitarla o detenerla; por el contrario, creció de manera exponencial en los gobiernos del Partido de la Liberación Dominicana de Leonel Fernández y Danilo Medina.
Con el propósito de acabar con ese mal histórico, el presidente quiere sanear el Estado, diseñado y estructurado para grupos monopólicos y oligopólicos, protegidos por dirigentes políticos y la cúpula policial y militar, convertidos en sus socios minoritarios.
Terminar con una cultura de robo, desfalco y crímenes sin consecuencias, sin un aparato político (PRM) fuerte, bien organizado y disciplinado, me temo que no será posible. No bastará con las innegables buenas intenciones del presidente Abinader. De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, suele decir la gente.
Para sanear un Estado hipertrofiado es obligatorio darse una nueva Constitucional, que ojalá sea mediante una constituyente, que les dé una fisonomía diferente a los tres poderes del Estado para establecer un verdadero estado democrático de derechos, no una caricatura como la que tenemos hoy. Y esa tarea requiere de un movimiento de masas renovador y transformador.
El presidente Abinader ha emitido un decreto creando una comisión de prestigiosos abogados que intentará recuperar los bienes robados al país en las administraciones pasadas y presentes, lo cual mantiene en estado de shock a los corruptos, sabiendo que todo cuanto acumularon le pertenece al pueblo.
La corrupción, de acuerdo con organismos internacionales, la cuesta al país entre un 3 y un 4% del Producto Interno Bruto (PIB), algunos hablan incluso de un 5%, lo cual es “mucho con demasiado”: más de 200 mil millones anuales es imposible. Bajemos la cifra conservadoramente a cien mil millones. Calculemos en 20 años cien mil millones. Con ese dinero se le hace una segunda y hasta una tercera planta al país.
He dicho que todo el que entra pobre al Estado y sale rico es un ladrón. Recordemos que los peledelístas “llegaron en chancletas…”, que no tenían ni “con que caerse muertos”, que no sabían lo que era una cuenta corriente de un banco, que compartían colillas de cigarrillos. Y hoy son empresarios, “tutumpotes” que andan en “pescuezos” largos como diría Juan Bosch.
Sanear el Estado, terminar con la corrupción, meter a la cárcel a los corruptos y recuperar el dinero robado, en un país sin un régimen de consecuencias, de complicidades y relaciones primarias que no ha superado la etapa de “concho-primo”, no será fácil. Luís Abinader quiere hacerlo, pero no sé si tendrá la fuerza política ni la estructura orgánica (PRM) necesaria para salir airoso.
Los organismos de inteligencia saben que hay sectores conspirando contra el gobierno. La desesperación puede llevar a la locura. Hay que proteger la vida del presidente Abinader, la de Mirian Germán, Anny Morum, Roberto Santana Yeni Berenice, Wilson Camacho, entre otros comprometidos con la causa de perseguir y condenar la corrupción, recuperar lo robado, que es mucho, y sanear el Estado. Háganme caso, es mejor prevenir que remediar y lamentar. Luís no está jugando, sus enemigos, que cada vez son más, tampoco.