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Dos meses después del autogolpe fallido de Castillo, Perú no encuentra salida a la mayor crisis política y social de los últimos años

Altice

INÉS SANTAEULALIA

Elpais.com

Perú es estos días un teatro con varios escenarios o un circo con muchas pistas. En cada una se repite la función sin cambios, día tras día. Una presidenta que dice que no va a renunciar y le pide al Congreso que convoque elecciones adelantadas. Unos congresistas que aseguran que quieren ir a las urnas pero que tumban todos los proyectos para fijar una fecha. Unos manifestantes hartos de la desigualdad, de la pobreza, del racismo y que ya han puesto 58 víctimas de la represión policial. Unas fuerzas de seguridad con escasa formación, bajos salarios y pésimas condiciones laborales que reprimen las marchas cargados hasta los dientes de armas y sueño. Y un público, la ciudadanía, que ha ido pasando del humor, al drama, al enfado y la incredulidad hasta instalarse en el peor de los estados: la desesperanza.

El historiador Jorge Basadre decía en 1931 que la Independencia de Perú fue hecha con una inmensa promesa de vida próspera, sana, fuerte y feliz. Y lo tremendo es que esa promesa no ha sido cumplida en 120 años. Si Basadre viviera, vería que en dos siglos, tampoco. Hay dos perús que nunca se han encontrado. El de Lima, que es un Perú más blanco, más rico, que se educa en colegios privados, que compra marcas americanas en el centro comercial Larcomar. Que maneja la élite económica, empresarial, política y social con la habilidad que da un poder adquirido por origen y se beneficia a manos llenas de un crecimiento económico nacional de notable éxito en la última década.

Y luego está lo que desde el club social en el que desemboca el barrio de Miraflores antes de alcanzar el paseo marítimo se entiende como el “otro Perú”, aunque ¿cuál sería el otro? Es el país del interior, de las regiones andinas, del clima de tundra, de las ruanas, de los pueblos originarios, de los llamados indios o cholos. De los pobres, de los desconectados, de los marginados de uno de los crecimiento del PIB más altos de la región. Es la gente que está en la calle desde hace ocho semanas y que no tiene intención de irse hasta que pase algo que tampoco está ya claro qué es, porque un problema de 200 años no se soluciona de una vez. De entrada, hay dos demandas a corto plazo: la renuncia de Dina Boluarte y celebrar elecciones generales.

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Enfrentamientos entre manifestantes y policías antidisturbios este sábado en el centro de Lima (Perú).JHON REYES (EFE)

La decena de voces consultadas para este reportaje, aunque muy diversas, coinciden en una cosa fundamental, la única salida inmediata en este momento pasa por convocar elecciones anticipadas, aunque esto no solucione la crisis de fondo. El analista Gonzalo Banda se imagina sentado con los 33 millones de peruanos en un autobús a punto de estrellarse. “Podríamos amarrarnos el cinturón, agarrarnos al asiento. Tratar de minimizar el impacto. La válvula inmediata para eso son las elecciones”.

Marisol Pérez Tello, abogada y ministra de Justicia de Pedro Pablo Kuczynski, ve en las urnas, al menos, “una oportunidad” para elegir otros nombres y se pregunta cuántos muertos más harán falta hasta que el Congreso llegue a un acuerdo. El economista Pedro Francke se refiere a esta como una “salida parche” a la crisis, que dé un tiempo para reacomodar la situación. El sociólogo Farid Kahhal resume así el momento: “El Perú está ante alternativas todas malas, pero algunas peores que otras”.

La crisis política de Perú no empezó con Pedro Castillo. Hace ya años que comenzó la desconexión entre los ciudadanos y los políticos. La sociedad peruana está huérfana de esos líderes, no solo políticos, que a veces surgen y enamoran a una mayoría. Como ejemplo, en las últimas tres elecciones presidenciales, Keiko Fujimori, la hija del dictador, alcanzó la segunda vuelta gracias a un nicho de votantes acérrimo pero no muy numeroso. En todas las ocasiones, perdió la presidencia al final.

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En 2021 ni Keiko ni Castillo pasaron a la segunda vuelta con más del 20% de los votos. No se puede decir que ninguno levantara muchas pasiones más allá de ganarse a los suyos. En medio de una crisis total de partidos y liderazgos, López Tello señala al voto antifujimorista como el más sólido que aún existe en el país. Un voto que le acaba dando el triunfo a cualquiera que no sea el fujimorismo. “Le da la victoria, pero eso no significa que dé la gobernabilidad”, añade.

La gobernabilidad hace ya años que salió por la ventana del Palacio presidencial. En cuatro años, Perú ha tenido seis presidentes. Todos acabaron en una lucha encarnada con el Congreso, que generalmente acabó devorándolos. Los que rodeaban a Pedro Castillo aseguran que el maestro rural vivía obsesionado en Palacio con que los congresistas querían acabar con él. No le faltaba razón, porque se enfrentó a dos mociones de censura, pero él tampoco hizo nada por tomar las riendas del poder. La tercera moción, que seguramente superaría como las dos primeras, iba a celebrarse el mismo día en el que dio un autogolpe de Estado improvisado que acabó con él en la cárcel.

Pelea inane
En esa pelea inane para el país entre los dos poderes están ahora la presidenta y el Congreso, mientras el “otro Perú” llora a sus muertos y la violencia se mantiene en muchas regiones, incluidas las calles del centro de Lima. Boluarte y el Congreso se pasan la pelota de convocar elecciones —en el caso de la presidenta tendría que renunciar al cargo— sin dar un solo avance desde hace semanas. La única vez que los congresistas se pusieron de acuerdo fue en diciembre para votar un adelanto a abril de 2024. Eso supondría que el Gobierno y los congresistas se mantendrían en sus cargos 20 meses más. Solo algunos de ellos, como si vivieran en una realidad paralela, consideran que esa es una posibilidad en medio de la grave convulsión social.

“Este es un país descabezado yendo al precipicio. Los políticos deberían decir ‘los estamos escuchando’ y renunciar, esa es la salida a corto plazo, pero tenemos actores políticos que están lejísimos de esa urgencia que la situación demanda”, sostiene el sociólogo Sandro Venturo. El Congreso, con menos de un 7% de aprobación, se dedica a votar proyectos de elecciones con la certeza de que no van a salir adelante. La semana pasada se votaron dos y ninguno alcanzó los 60 apoyos, cuando para la mayoría hacen falta 87. En la calle nadie se cree ya que tengan intención de irse, sino de ganar tiempo mostrando mucha actividad pero cero resultados.

Sorprende que en dos meses de protestas uno no conoce ni un nombre de alguien que ejerza algún tipo de liderazgo ni social, ni universitario, ni juvenil, ni indígena, ni siquiera tuitero. De las protestas de Chile salió gente como Gabriel Boric. De las de España, nació Podemos, que hoy gobierna en coalición. En Perú eso no existe. “Es un problema nuestro como sociedad civil, somos incapaces de producir personajes que lideren algo”, dice Banda. La gente quiere elecciones, pero cuando se le pregunta por quién votaría un porcentaje mayor al 70% dice que por ninguno. Es un círculo vicioso que lleva a la gente a no esperar nada del Estado e ir a lo suyo. Trabajar y sobrevivir sin mostrar ningún interés por la política ni por los otros. Ver en los que protestan y cortan una carretera como un estorbo para su día a día.

Sandro Venturo lo explica así: “La gente no espera nada del Estado, eso hace que la gente bienintencionada y con capacidad de liderazgo lidere microespacios, nadie mira a la política como un espacio para hacer cosas para el país. Entonces entran personas para beneficiarse, unos impresentables que llegan a robar y convencen a la gente de que la política no es una buena opción. Tenemos congresistas que no articulan dos ideas. Es duro, no lo habría dicho así hace dos años, pero estamos en esa situación”.

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Los buenos y los malos

La presidenta Boluarte, que llegó el 7 de diciembre con intención de acabar el mandato en 2026, es muy consciente ya de la inviabilidad del proyecto. Su conexión con la ciudadanía se reduce desde hace dos meses a discursos televisados que ofrece de vez en cuando. Hace un par de semanas prometió que se castigará a “los malos” ciudadanos que generan el caos. En esa división de nosotros y los otros, también hay buenos y malos.

La herida abierta que dejaron los años 80 en la sociedad peruana, con el terrorismo de Sendero Luminoso, aún no cicatriza. Es habitual que cualquier manifestación o demanda social que lleve su lucha a la calle sea considerada un acto violento. A los manifestantes se les acusa de terroristas y de estar dirigidos por grupos criminales o por los restos de Sendero Luminoso. En estos días se hizo popular la frase de un portavoz del Colectivo Integridad, una asociación de ciudadanos comprometidos con el desarrollo del Perú, según su página web. “Y si hay muertos como consecuencia de delitos, entonces esos muertos están bien muertos”, soltó Jorge Lazarte. Horas después tuiteo: “Se tenía que decir y se dijo”.

“Estamos lejos de ser una sociedad reconciliada cuando tú le dices terrorista a todo el que se manifiesta. Hay también muchas voces desesperadas porque ya lo perdieron todo”, asegura López Tello. Álvaro Vargas Llosa, periodista, escritor e hijo del Nobel, asegura desde París que además de gente bienintencionada y pacífica en las calles, gente que expresa el hartazgo de la desigualdad, hay sectores radicalizados que desde el autogolpe fallido de Castillo organizaron desde distintos puntos del país “una asonada violenta” para acabar con el Gobierno de Boluarte y “provocar a las fuerzas del orden” para generar una tragedia como la actual, con casi 60 muertos. Para Ventura, lo que vemos hoy es “una reiteración dramática de los últimos años”, de las manifestaciones pacíficas de 2020 -que provocaron la caída del presidente Merino en cinco días- a una “versión más violenta y desesperada”, que incluye tomas de aeropuertos y vandalismo contra comisarías o edificios públicos.

La respuesta del Estado contra este vandalismo, no generalizado en la mayoría de marchas, ha sido una represión brutal que ha causado la mayoría de muertos en las regiones del interior de país (solo uno murió en Lima) por perdigones o disparos. Como dijo la presidenta, es la respuesta de los cuerpos de seguridad contra los “malos” ciudadanos. ¿Y quién dispara gases lacrimógenos a pocos metros de unos manifestantes pacíficos causando un muerto?

César Cárdenas, abogado especialista en derechos humanos, lideró en 2017 un equipo de trabajo del Ministerio de Interior para mejorar los servicios policiales en comisarías. Recorrió muchas comisarías del país y encontró que, en general, se ha olvidado que la policía es un cuerpo civil y no militar. Con un sueldo de 825 dólares al mes (al que hay que quitar las prestaciones), los policías que ingresan reciben poca formación y unas condiciones de vida en las comisarías que a veces roza la miseria. Cárdenas pone el acento en la “desconexión absoluta” de la policía con los habitantes de las regiones del interior. Las convocatorias del cuerpo se hacen más en las zonas del norte, con lo que cuando se desplaza a los agentes a otras zonas hay un muro infranqueable entre unos y otros. Para los agentes, su destino se trata de “un castigo”; para los ciudadanos son individuos de voz militar que no entienden su visión del mundo.

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