“No hay recuerdo que el tiempo no borre ni pena que la muerte no acabe”
Miguel de Cervantes.
Por JUAN T H
El tiempo es un invento humano para medir su existencia y poder trascender más allá de su propia vida creando una ciencia que se llama historia que le permite recoger y explicar con detalle su cotidianidad, convirtiéndolo en una especie de Dios, que todo lo puede y todo lo hace, logrando superarse a sí mismo todos los días hasta alcanzar la eternidad en los libros, que no son otra cosa que sus propias huellas, almacenados en anaqueles organizados que llaman bibliotecas, en principio físicas, hoy digitales, donde va archivando el conocimiento que le permite avanzar y desarrollar su modo de vivir, creando un espacio vital cada vez más eficiente, y vulnerable al mismo tiempo.
Los días y las noches están determinados, no por las horas, por la luna o por el sol, están determinados por el sistema solar, por la galaxia, por el movimiento, dinámico, dialéctico, infinito bajo lo que eufemísticamente llamamos “cielo”, como si fuera una sábana o un paraguas gigante que, sin embargo, no nos protege de las estrellas, la luna, el sol, los cometas, los meteoros, las tormentas, ni de otros fenómenos naturales. El universo no es finito, es infinito, lo que todavía no logramos descifrar porque está más allá de nuestra capacidad cognitiva.
El movimiento es vida; lo estático no existe, por lo tanto, la muerte tampoco existe. Todo lo que se mueve –aunque no lo percibamos- tiene vida, toda vida se transforma en una cosa u otra, pero no muere. Donde hay movimiento hay vida. Nadie ni nada muere realmente, ni siquiera los humanos que tanto amamos y lloramos. Se transforman bajo la tierra, en el mar o donde quiera que sean sepultados, incluso incinerados. A pesar de los millones de años en el planeta, los humanos no aceptamos la muerte, lo que no ocurre con los demás seres, para quienes la existencia es un ciclo, breve, por demás.
El planeta no siempre ha sido el mismo. Los glaciales nos cuentan parte de su historia. Ha evolucionado y transformado en su movimiento alrededor del sistema solar. Los continentes nunca han sido los mismos. Los mares, los ríos y los árboles han cambiado durante millones de años. Los humanos no han estado siempre habitando la tierra. Ningún ser superior los creo a “imagen y semejanza”. Antes que nosotros, millones de años antes, incluso antes que los dinosaurios, y los Neandertales que pisaron la tierra durante 250 o 300 mil años hasta que desaparecieron, la vida era vida.
Termina un año, comienza otro. Así las manecillas del reloj inventadas por el hombre no se detendrán nunca, ni siquiera el día que los humanos decidan matarse entre sí o que el planeta, cansado de tantas heridas causadas por la incompetencia y la mediocridad humana, sucumba.
La vida es eterna. La muerte es solo un tránsito, una metamorfosis. Por eso, como dice Joan Manuel Serrat, “solo vale le pena vivir para vivir” porque cuando termina el ciclo, pasamos a otra forma de vida. No hay resurrección, no hay “un más allá” y mucho menos el “paraíso”. En tal sentido, vivamos el mayor tiempo posible en paz con nosotros mismos, con los demás en la casa de todos, que es el planeta, convencidos de que no hay vida después de ésta.
El cielo es poesía, y nada más, no el hogar futuro de los muertos. No pierda tiempo, ¡viva!