La Mara Salvatrucha, la estructura criminal más grande y peligrosa de El Salvador, pierde terreno bajo la embestida del presidente y en medio de las incesantes denuncias de violaciones de derechos humanos
Elpais.com
“Ahora usted puede caminar por aquí y no va a ver a ningún pandillero, pero no le recomiendo hacerlo porque se lo puede llevar la policía, y peor a usted que anda tatuado”, dice con voz queda Eva, una mujer de 27 años, habitante de La Montreal, una populosa colonia en el área metropolitana de San Salvador. Desde que el Gobierno de Nayib Bukele instauró el régimen de excepción en El Salvador, hace ocho meses, los habitantes de La Montreal, un histórico bastión de la Mara Salvatrucha-13 (MS-13), les tienen menos miedo a los pandilleros. Ahora, en cambio, le temen a la policía y al ejército, que han sitiado esa y una multitud de comunidades en todo el país.
“Aquí los policías y los soldados tienen poder absoluto. Se pueden llevar a cualquiera solo porque les cae mal. Se han vuelto como otra pandilla”, insiste Eva, sentada en un viejo sillón en la pequeña sala de su casa, mientras observa de reojo hacia la puerta, vigilando que nadie más escuche la conversación. A Eva, que pide no revelar su nombre completo por seguridad, la acompañan su esposo, su madre, sus dos hijos pequeños y dos vecinas más que se han reunido para contar cómo se vive ahora en este lugar.
Hasta hace unos años, entrar a La Montreal siendo un desconocido era una temeridad. Para dimensionarlo mejor: en 2010, una vendetta entre la MS-13 y el Barrio 18, que controlaba la colonia de al lado, terminó en el asesinato de 17 personas que murieron quemadas dentro de un microbús de transporte colectivo cuando regresaban de trabajar.
Ahora, en las calles de esta colonia no se ven pandilleros con atuendos holgados, tatuajes en el rostro y armas al cinto. Apenas se ve caminando a algunas mujeres, unas comprando en una pequeña tienda y otras que regresan de traer a sus hijos de la escuela. Dos patrullas con policías y soldados con el rostro cubierto se pasean escaneando con la mirada a los transeúntes y detienen a cualquier hombre joven que pasa.
“Hace unos meses se llevaron a mi yerno Jorge Erazo. Él tiene 24 años y es un joven trabajador y estudiante de tercer año de licenciatura en Administración de Empresas. Su papá se llamaba igual que él y era el conductor de la buseta que quemaron los pandilleros en 2010″, dice Ana, otra de las vecinas reunidas en la sala.
Lo que sucede en la Montreal no es único en El Salvador. Luego de ocho meses bajo el régimen de excepción, la Mara Salvatrucha-13, la estructura criminal más grande del país, languidece ante las medidas del presidente Bukele, cuestionadas por su autoritarismo. Con más de 58.000 personas detenidas, miles de denuncias por arrestos ilegales, casos de torturas, desplazamiento forzado causado por la policía y el ejército y asesinatos dentro de las prisiones, el Gobierno del país centroamericano se acerca al objetivo de vencer a las pandillas a costa de la suspensión de libertades y derechos constitucionales y violaciones de los derechos humanos. Según un informe de Amnistía Internacional publicado a principios de junio, el estado de sitio decretado por Bukele ha desembocado en “violaciones masivas de derechos humanos” y detenciones arbitrarias. Y el próximo miércoles Human Rights Watch (HRW) y la organización salvadoreña Cristosal tienen previsto presentar un informe conjunto que documenta graves abusos, “incluyendo desapariciones forzadas, torturas y otros malos tratos”.
Entre septiembre y noviembre, EL PAÍS habló con dos empresarios de transporte colectivo, dos líderes de mercados, dos investigadores policiales, un fiscal antipandillas y visitó tres comunidades del área metropolitana de San Salvador históricamente controladas por la MS-13 para analizar los resultados a mediano plazo del régimen de excepción. Todo apunta a que la MS-13 está en los huesos. Al mismo tiempo, miembros de la policía y el ejército han ocupado ese vacío y también se dedican, según las denuncias, a cometer delitos.
Aunque no se puede aplicar esta ecuación a todas las comunidades del país, como resultado de este desplazamiento, la MS-13 ha perdido fuerza en gran medida en tres de sus actividades vitales: la extorsión, el control territorial y su capacidad de reclutamiento de nuevos integrantes. “Aquí vinieron los policías y los soldados y capturaron a medio mundo. Vinieron en camiones y era como si no quisieran dejar a nadie. Se llevaron a varios que sí son pandilleros, pero también se llevaron a un montón de gente inocente”, continúa Eva.
Según algunos lugareños consultados para este reportaje, La Montreal ha sufrido también un éxodo. Además de los pandilleros que huyeron de la autoridad, muchos habitantes sin vínculos con pandillas han tenido que huir del país después de que la policía los amenazara con encarcelarlos si no colaboraban y ofrecían información.
Y, sin embargo, el miedo no ha desaparecido del todo. En La Montreal, como en otras comunidades visitadas por este periódico, los vecinos siguen obedeciendo las normas establecidas por las pandillas: “Aquí uno no puede recibir visitas ni de familiares que vengan de zonas de la pandilla contraria, ni se puede hablar con los policías ni ser soplón. Es posible que uno no los vea ahorita, pero la pandilla tiene ojos y oídos por todos lados y un día ellos van a salir de la cárcel”, explica Ana.
El pasado 27 de marzo, Bukele emprendió la embestida más grande que un Gobierno ha lanzado contra las pandillas MS-13 y Barrio 18. La medida, que en la práctica ha significado una sistemática violación de los derechos humanos, según organizaciones humanitarias, fue impuesta luego de que esas estructuras criminales masacraran a 87 personas en un solo fin de semana. Supuestamente, fue la consecuencia de la ruptura de un pacto secreto que el Gobierno mantenía con ellas, según investigaciones periodísticas. El Ejecutivo niega un acuerdo secreto.
Aquella matanza significó también un golpe a la Administración de Bukele, que se jactaba ante el mundo de tener bajo control a las pandillas, algo que ningún otro Gobierno salvadoreño había logrado antes. Aunque organismos nacionales e internacionales, como el Comité contra la Tortura de la ONU, han señalado graves violaciones a los derechos humanos durante el régimen de excepción, Bukele y su Gabinete las desechan argumentando que en el país sigue habiendo eventos públicos masivos, como el reciente concierto de Bad Bunny. La última medida, sin embargo, es el despliegue de más policías y militares para cercar territorios y ciudades del país, un operativo que empezó este sábado en el municipio de Soyapango, en el área metropolitana de San Salvador. A principios de abril, según el propio presidente, el número de pandilleros ascendía a 86.000, de los que unos 16.000 estaban encarcelados.
Las prácticas de la negociación o de la embestida contra las pandillas, como ha hecho el Gobierno de Bukele, no son nuevas en El Salvador. Desde 2004, bajo el mandato del expresidente Francisco Flores, todos los Gobiernos se han dedicado a reprimir o negociar con estos grupos y solo han logrado fortalecerlos. Sin embargo, expertos en el tema coinciden en que esta vez hay una diferencia radical: la concentración del poder y el control sobre todo el sistema de justicia en una sola persona: el presidente.
“Un día los pandilleros van a salir y van salir con sed de venganza”
Dos empresarios de transporte colectivo aceptaron hablar con EL PAÍS para explicar la drástica reducción en el cobro de la extorsión a ese sector. Ambos explicaron, con la condición de proteger su identidad, que desde mediados de la década de los años noventa cubren rutas que circulan en el área metropolitana de San Salvador. Pertenecen a una de las organizaciones gremiales de transportistas más grandes del país y los dos llevan más de una década pagando extorsión a las pandillas MS-13 y Barrio 18.
“Yo pago extorsión desde 2004 y desde entonces no ha habido un solo mes en que no pague”, dice uno de los empresarios. “Sin embargo, hay que decirlo: desde que empezó el régimen de excepción pago mucho menos que antes”, prosigue. Ambos coinciden en que, tras ocho meses, la extorsión al transporte colectivo se ha reducido en un 70%, calculan. Estos datos difieren de los expresados por un representante de la Mesa Nacional de Transporte, que calculó una reducción del 95% en agosto pasado.
“Es mentira que se ha dejado de pagar. Solo en una de las rutas que yo trabajo pagamos 4.500 dólares (unos 4.270 euros) mensuales a la MS-13”, asegura uno de los empresarios, mientras muestra en su teléfono las conversaciones de WhatsApp en las que coordina con un pandillero la entrega de la extorsión. “Puedo dar fe de que muchos compañeros más siguen pagando. Mucho menos que antes, pero siguen pagando”, añade.
Datos de la Mesa Nacional de Transporte señalan que solo en 2016, los transportistas pagaron 37 millones de dólares a las pandillas. Para 2020, año en que la crisis de la pandemia de la covid-19 obligó a cerrar la economía en el país, el monto se redujo a 12 millones.
Ambos empresarios aseguraron que los transportistas han dejado de pagar la extorsión por dos razones principales: porque las pandillas han perdido la capacidad de cobrarla debido al menor control en el territorio y porque pagar ahora es considerado un delito. “Hay un empresario de la ruta 45AB que fue acusado de ser testaferro de la pandilla 18 porque seguía pagando la extorsión. La policía lo tomó como que era financista. O sea que ser víctima de extorsión es delito ahora”, relata uno de los ellos. Sin embargo, muchos continúan pagando por miedo a que los pandilleros salgan de prisión. “Un día van a salir y van a salir con sed de venganza”, afirma uno.
Aunque la MS-13 ha diversificado sus fuentes de ingresos, incursionando en la droga y el lavado de dinero, la extorsión sigue siendo su principal fuente de financiación. Tan vital es esta práctica para la MS-13 que ha sido un punto que no se ha tratado en las muchas negociaciones que ha tenido con los Gobiernos del país durante la última década. Durante estas negociaciones, la pandilla ha dejado de matar, pero nunca de extorsionar.
Un informe de la organización Crisis Group publicado en 2017 estimó que el monto global de la extorsión en todo El Salvador rondaba los 756 millones de dólares al año, es decir, el equivalente a casi el 3% del Producto Interno Bruto (PIB). Y sin embargo, a pesar de la enorme cantidad, las pandillas en El Salvador siguen siendo una mafia de pobres.
Otro de los sectores donde la extorsión también ha sido reducida drásticamente es el del comercio informal en los mercados. EL PAÍS consultó con dos líderes de una de las principales gremiales de vendedores del centro de San Salvador, el corazón del comercio informal en la capital. En dos recorridos por los mercados de la ciudad y en conversaciones con algunos vendedores, la mayoría aseguró haber dejado de pagar. “Yo me atrevo a decir que la extorsión ha bajado a un 20% en comparación a como estábamos antes del régimen de excepción”, asegura uno de los líderes de vendedores consultados.
Un estudio de Naciones Unidas publicado en junio de 2020 señala que solo los vendedores ambulantes y repartidores de productos pagaban alrededor de 20 millones de dólares en concepto de “peaje” a las pandillas en 2015. El pasado 16 de noviembre, en una entrevista en un noticiero local, el ministro de Justicia y Seguridad, Gustavo Villatoro, aseguró que la extorsión se ha reducido en un 80% a nivel nacional.
“La Bestia está herida de muerte”
Un investigador de la policía y un fiscal que investiga desde hace diez años los negocios de la MS-13 en El Salvador aceptaron hablar a principios de noviembre con EL PAÍS bajo condición de anonimato. Ambos coinciden en que la capacidad de reclutamiento, control territorial y la economía criminal de la pandilla están en un punto crítico.
“La Bestia está herida de muerte y ahorita no hay ninguna señal que diga que esto va a cambiar”, dice el investigador policial. “La Bestia”, como dice este agente, es una de las formas de nombrar a la MS-13 usada por los pandilleros. Según el investigador, que se dedica desde hace más de 20 años a combatirla, la MS-13 ha perdido su capacidad de controlar el territorio y, por lo tanto, de reclutar a más miembros.
“Ahorita están comiendo mierda. No pueden extorsionar, no pueden robar, y tampoco pueden controlar los negocios en los que lavan dinero. Si esto fuera una empresa formal, hace rato que la MS-13 estaría quebrada”, afirmó el fiscal. Ese hundimiento, sin embargo, le está costando a El Salvador profundos retrocesos en libertades y derechos. Bukele está ganando la guerra, pero, según las denuncias, a costa de violar también la ley.