Por Néstor Estévez
Gran debate ha suscitado la aprobación, en la Cámara de Diputados, de un proyecto que modifica el artículo 7 de la Ley que crea el Instituto Nacional de Aguas Potables y Alcantarillados (INAPA).
La Ley 5994, del año 1962, crea el Instituto Nacional de Aguas Potables y Alcantarillados “con la finalidad de satisfacer plenamente las necesidades y demandas de la población urbana, peri urbana y rural del país ubicada en su área de jurisdicción operacional, con servicios de agua potable”.
El artículo 7 de esa Ley establece que el director ejecutivo de INAPA “deberá ser Ingeniero Civil con grado de especialización en Ingeniería Sanitaria”. Con la modificación aprobada se abre la oportunidad para que otros profesionales (como Wellington Arnaud, que es abogado y ha sido propuesto para nuevo titular) puedan ocupar esa posición.
Términos como “desatino brutal”, “falta de institucionalidad” y “puñalada trapera” son algunos de los usados por quienes critican la decisión de los diputados. Por otro lado, se plantea que “ninguna legislación debe limitar que un ciudadano sea nombrado en el Estado porque sería violatoria de los derechos fundamentales establecidos en la Constitución de la República”, como argumento de quienes apoyan la decisión.
¿Cuál es el problema?
Lo complejo de opinar en torno al tema es que, quien lo critique parece estar en contra de Wellington Arnaud, del PRM y hasta del recién instalado gobierno; mientras que quien lo apoye parece merecer calificativos como: gobiernista “a rajatabla”, antiinstitucionalista, entre otros por el estilo.
Pero, ¿dónde está el real problema? El tema no es si Arnaud asume o no como director ejecutivo de INAPA. Y no lo es porque, como ha de ser bien sabido, cualquier tema puede servir como desviador de la atención para lograr propósitos reales. No lo es porque, en la medida en que nos concentremos en casos particulares y aislados, los reales problemas nacionales siguen la ruta de la procrastinación.
¡Cuán motivante sería contar con una Cámara de Diputados comprometida y decidida a corregir y modernizar legislaciones obsoletas! ¡Cuán oportuno sería lograr un pacto de cara a modernizar cada estamento desfasado! ¡Cuán motivante resultaría un gran acuerdo para generar procesos orientados a que en República Dominicana se viva dignamente, con equidad e igualdad de oportunidades, con justicia social!
Una vergonzosa incoherencia
Una de las áreas que marcan el ritmo de los avances que vive la humanidad es la comunicación y, junto a ella, el uso de modernísimas tecnologías. Sin embargo, en República Dominicana nos regimos por el Reglamento 824, de 1971, que sirve como soporte a la Comisión Nacional de Espectáculos Públicos y Radiofonía.
Ese reglamento, con ligerísimas modificaciones en 1974, guarda grandes similitudes con el Reglamento 995, de 1955, y el original, con el número 5906, emitido por Trujillo en julio de 1949, en base a la Ley 1951, de marzo del mismo año.
Como es fácil suponer, el término “internet” y la expresión “redes sociales” brillan por su ausencia en los referidos documentos. Una ojeada rápida permite encontrar que, en el Artículo 83 del Reglamento 824 se dispone que “todas las estaciones de radio y televisión, estarán en la obligación de encadenarse, cuando se trate de informaciones trascendentes para la nación, igualmente lo harán, cuando el Presidente de la República vaya a dirigirse a la Nación”.
¿Quieren más? Esta joya aparece en el Artículo 104: “Ningún locutor podrá transmitir noticias alarmantes, tales como fuego, ciclones, inundaciones, etc., sin que esta noticia haya sido aprobada y debidamente autorizada por la autoridad competente”.
Sería parte de un trabajo mucho más amplio explicar la incidencia de los medios electrónicos de difusión, así como de los espectáculos y otras actividades de masas, en las formas de pensar y actuar de las personas en cualquier sociedad.
Sin embargo, casos recientes y muy sonados, como los de “Mami Jordan” y “Don Miguelo”, pueden resultar bastante aleccionadores en relación con el drama que, en términos de incidencia en las masas, niveles de degeneración y control social, vivimos en República Dominicana.
¿Cuándo estableceremos reales prioridades para actualizarnos? ¿A quién le conviene que no aprendamos ni dediquemos tiempo para pensar? ¿Quién se beneficia de una sociedad con abundante mente estrecha? ¿Cuáles serían las consecuencias de expandir nuestros enfoques y modos de pensar?
Periodista de Santiago Rodríguez, reside en Santo Domingo