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Miguel Ángel Cid

Altice

La entrada  de Vilorio, a la barbería de Berto, marcó el presagio de la muerte. Él Abejón llegó primero y Vilorio no soportaba ser segundo. —Yo soy un macho de hombre, y el Abejón es eso, ¡un abejón, un “pedacito” de hombre¡–, decía Vilorio.

Por su lado, don Luis es un hombre presto a intervenir de manera muy particular en la solución de los conflictos entre amigos. De ahí, que mi padre (don Luis) se convirtió en el salvador de las familias de Vilorio y el Abejón.

En efecto, el señor Vilorio era alcalde pedáneo de la sección comunal El Cupey, de Puerto Plata. De corpulencia descomunal, fuerza de buey y con la autoridad dada por su rol de alcalde pedáneo, Vilorio no barajaba pleito. Podría decirse, que él disfruta abusar de los débiles.

De su lado, el Abejón también era nativo del Cupey, un hombre de muy baja estatura, razón por la cual fue estigmatizado con el mote del Abejón. Pocos conocieron su nombre de pila. La condición de enano hizo del Abejón motivo de burla y Vilorio hizo más que burlarse. De don Luis Emilio, mi padre, me ahorraré su historia. Ya les he contado bastante en otros relatos.

Una tarde de cuaresma, llegó el “Abejón” a la barbería de Berto para rasurarse. Con ello, quería borrar “la sombra de la cinco”, así  llaman a la marca de la barba que creció en el trayecto del día hasta las cinco de tarde.

Momentos después, llegó el alcalde de la comarca, don Vilorio, a hacer lo propio. Al entrar Vilorio, ya el Abejón estaba sentado en el sillón, listo para ser rasurado. Sin perder tiempo, el alcalde tomó  el Abejón por el cuello, lo sacó del sillón y se puso en su lugar.

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En consecuencia, el Abejón protestó y exigió su turno, por lo que el alcalde se sintió agraviado y la emprendió contra el Abejón. Era una frescura que un “hombrecito” insignificante protestará ante una decisión de un hombre grande y guapo.

En su furia, Vilorio sacó su puñal y de inmediato le entró a trompadas y galletas sobre la cara del Abejón. Berto, el barbero, se sentía impotente, sin poder hacer nada. Entre los forcejeos de uno y otro, Vilorio propinó una estocada mortal que perforó el estómago del Abejón.

Herido de muerte, el Abejón presionó la herida y salió en busca de algo que le permitiera defenderse de su inconsecuente agresor. Al bordear la barbería, entró al patio de Cheita y tomó una “mocha” roída por el óxido y regresó por Vilorio.

Acto seguido, sin dar tiempo a que Vilorio se pusiera completamente de pie, el Abejón enterró la “mocha” en el vientre del alcalde, una, dos y tres veces. “¡Coño, me malogró un mierda!”, exclamó Vilorio. La disputa, terminó en tragedia, con la muerte simultánea de los dos vecinos.

 

La caravana mortuoria

Al día siguiente, los dos cadáveres fueron llevados en “litera” rumbo al cementerio. Cosas del destino, cada familia hizo su caravana mortuoria separados pero por el mismo camino Real y a la misma hora. Los dolientes de un lado, estaban impedidos de apiadarse de los parientes del otro, un aire de venganza pesaba en el ambiente de cada caravana.

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Don Luis, amigo de ambas familias, creía que el momento no era para rencores vengativos. “Los dos velorios debían ir juntos, los vivos no tienen por qué cargar con el odio de los muertos”, decía entre dientes don Luis. Él quería solidarizarse con ambas familias.

Ya en la sabana,  don Luis, mi padre, entró a la pulpería de Mingo, ubicada a la derecha del camino y compró doce botellas de ron. Antes de regresar, colocó el ron dentro su macuto. Don Luis, ya sabía cómo reconciliar las familias de Vilorio y el Abejón.

Mientras don Luis marchaba del lado de la familia de Vilorio, repartió parte del ron y cruzó a la caravana de los dolientes del Abejón e hizo igual. Al rato, se cruzó de nuevo, sacó una botella de ron, tomó un trago y la pasó, la misma acción se repitió con las familias del Abejón.

Por ese estilo, cruzando de un lado al otro y brindando tragos a cada grupo de agraviados, muchos estaban medio borrachos. Fue así, que ambas caravanas mortuorias, llegaron confundidas en una sola al cementerio de Puerto Plata. De modo, que de trago en trago mi padre evitó una desgracia en cadena.

Ya en la tranquilidad de su casa, don Luis, medio “prendío” exclamó, “¡Eso e pa que usted vea, que de cualquier yagua vieja, sale un tremendo alacrán!”.

 

Nota:

Algunos nombres fueron cambiados

Miguel Ángel Cid

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