Por Nelson Encarnación
Creo no equivocarme si aventuro el criterio de que el coronavirus es una de las enfermedades que produce los efectos emocionales más devastadores en el entorno familiar de quienes resultan afectados.
Tener un pariente contagiado de este terrible mal del siglo XXI, aun estando asintomático o con consecuencias leves, supone una situación en extremo difícil y casi destructiva para el control psíquico-emocional del entorno.
Solo suponer que usted no puede acercarse a su ser querido es como remontarse a episodios alucinantes que se derivaban de enfermedades propias de la Edad Media, las que provocaban contagios masivos con resultados casi de exterminio.
Su ser querido está obligado a permanecer recluido en una habitación clausurada para el resto de la familia, lo que toca tiene que ser desinfectado de inmediato y tomando las previsiones más extremas y a riesgo de ampliar el contagio.
A esa persona se le colocan los alimentos, bebidas y medicamentos en la entrada de la habitación para que ella misma los recoja y regrese los utensilios de la misma manera; sus pertenencias no pueden ser manipuladas con libertad; usa un baño exclusivo, en fin, un aislamiento en esencia destructivo.
Sin embargo, uno de los efectos más conturbadores de esta situación lo constituye el alejamiento obligatorio que sumerge a los parientes en un estado de indefensión absoluta, al tener que hablarle por teléfono aun encontrándose a solo una puerta de distancia, debiendo uno contener el aliento y armarse de coraje para no estar bajo un llanto casi permanente.
La indescriptible sensación de derrota espiritual en que se debate esa familia solo se soporta por saber que, aún en medio de esa opresiva tribulación, el pariente va camino a superar la terrible enfermedad y que en pocas semanas estará de regreso a la normalidad hogareña.
Pasar por este trance nos confirma que, muy a pesar de la conducta humana de creernos por encima del bien y del mal, sobre todo cuando se cuentan con unos pesos más que es el resto del prójimo, en realidad somos unos pobres engreídos que estamos a merced de un organismo invisible, inmaterial, incorpóreo, que ha sido capaz de acorralar al mundo hasta ponerlo prácticamente de rodillas.
Llegado este punto, asumo que ya han deducido que el estado descrito corresponde a mi propia realidad. En efecto, mi hijo menor fue diagnosticado positivo hace dos semanas, a partir de lo cual se desencadenó el cuadro que narro, el que se asume como algo generalizado.
Hasta ahora hemos tenido la dicha de un manejo adecuado, sin la necesidad de ingresar a un hospital, otro cuadro apropiado para un drama de tragedia, conforme los relatos que uno conoce.
Sin embargo, para completar un cuadro de incertidumbre, mi hermano menor ha sido ingresado a cuidados intensivos luego de estar dos días en sala común afectado de este maldito mal de los nuevos tiempos.
En este caso, el cuadro es delicado aunque estable, conforme han asegurado los médicos a cargo.
Estos dos casos que nos tocan tan de cerca son elocuentes para nosotros insistir en que ninguna medida de prevención sobra y que por más duras que parezcan las políticas adoptadas por el Gobierno, hay que acatarlas bajo el convencimiento de que todo debe empezar por uno mismo.