VISIÓN GLOBAL
Por Nelson Encarnación
No cabe ninguna duda de que la lucha contra la corrupción ha devenido en una de las banderas más populares para los gobiernos que la emprenden, pero al mismo tiempo la falta de resultados concretos puede convertirse en una frustración colectiva con la consiguiente derivación política negativa.
En algunos países esta lucha ha tenido resultados concretos con el encarcelamiento de figuras relevantes de la política y el empresariado que se han coaligado para cometer depredaciones del Estado.
Podemos citar los casos más importantes de reciente dilucidación, como han sido Perú, El Salvador y Guatemala, donde presidentes, ministros y empresarios guardan prisión o están procesados en ausencia.
La experiencia peruana es patética: seis de sus últimos presidentes un prisión, escapados del país y uno suicidado, a consecuencia de haberse desatado en su contra los demonios que ellos mismos engendraron, al participar directamente en los hechos o haber permitido que sus allegados desbordaran los límites más o menos tolerables.
La corrupción administrativa es uno de esos delitos que es imposible comer sin complicidades—pocas o amplias—, a menos que el funcionario sea tan corrupto que se robe el dinero que maneja sin la participación de otros actores.
Pero en la generalidad de los casos existen conexiones, razón por la cual no es dable que un servidor público se corrompa solo, sino que cuenta con la acción directa de “civiles” que le facilita el camino para el delito.
Y si bien las penas son personales, en el caso de las altas instancias del Estado no debe pasarse por alto la teoría enarbolada por los revolucionarios franceses tras el derrocamiento de la monarquía de los luises: “No es posible reinar de modo inocente”.
Mediante dicho paradigma se pudo poner en movimiento la guillotina para el rey Luis XVI, pues, si bien el monarca era tenido como un holgazán e irresoluto, se supuso que por lo menos tenía que estar al corriente de las políticas implementadas en su reinado.
En estos tiempos resulta muy difícil que un presidente a conciencia permita que uno o varios funcionarios se corrompan, pero como nadie gobierna inocentemente, son platos rotos que terminan en su cuenta.
De ahí la importancia de cuidar los detalles para que en el momento precisamente no aparezca un Saint-Just que recurra a la teoría y termine en el banquillo de los procesados.
Ahora bien, cuando los pueblos se hacen ilusiones tendentes al adecentamiento de la actividad pública y se concluye en fiascos como el de Odebrecht y Tucanos; y que, además, se corra el riesgo en los casos pendientes productos del esfuerzo de las nuevas autoridades, la frustración colectiva es inevitable.