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Por JUAN T H

Altice

Cuba es otro país después de la revolución que encabezó Fidel Castro. China es otro país después de la revolución dirigida por el gran “timonel” Mao Tse-Tung. Rusia fue otro país después de la primera revolución proletaria Bolchevique de Vladimir, Stalin, Trotsky, entre otros. Los países que hicieron revoluciones burguesas en Europa también fueron otros.

 La Unidad Popular en Chile, con Salvador Allende elegido democráticamente, intentó convertir la patria de Neruda en otro país, pero la oligarquía con el apoyo de la CIA y las transnacionales estadounidenses asaltaron el Palacio de la Moneda, lo derrocaron y lo mataron. El camino hacia el socialismo mediante elecciones es imposible o muy largo.

Las revoluciones son sinónimo de cambios, de transformaciones, de sustituciones de un sistema económico, político y social, por otro, casi siempre más avanzado y progresista. Es la dialéctica social que impide el estancamiento de las cosas, incluyendo a los seres humanos.

Mi viejo compañero de tertulia literaria, Antoliano Peralta, Consultor Jurídico del Poder Ejecutivo está convencido de que la República Dominicana será otro país cuando concluya el periodo de cambios que patrocina el presidente Luís Abinader, sin una revolución violenta, es decir, sin fusiles. Será entonces dentro del sistema de la democracia representativa, que, en    el caso nuestro, requiere -ciertamente- de una reestructuración para hacerlo real y eficiente.

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La democracia dominicana tiene demasiadas falencias. El Estado dominicano está concebido para favorecer a grupos económicos, políticos y religiosos (aún tenemos vigente el anacrónico Concordato) que obtienen la mayoría de las riquezas nacionales mientras el pueblo se mantiene en la pobreza y la marginalidad, en un círculo vicioso que reproduce constantemente la desigualdad.

La corrupción ancestral, endémica, ha sido un factor determinante que pocos mandatarios en la historia han enfrentado seriamente, y los que han intentado suprimirla han terminado derrocados o muertos.

Luís Abinader tiene un compromiso con su familia, con su pueblo y con la historia. No quiere pasar como uno más, quiere dejar un legado para las generaciones venideras. Sabe que corre riesgos, pero los enfrentará sin importarle las consecuencias. Como dice Benedetti, uno de los poetas preferidos de Antoliano, “uno no siempre hace lo que quiere, pero tiene el derecho de no hacer lo que no quiere”.

Para que “este país sea otro” en términos institucionales y democrático, se requiere de un ministerio público independiente, y para lograr esa independencia de la política partidaria, es necesario      constitucionalizarlo, crear un Ministerio de Justicia dotado de los recursos económicos, humanos y técnicos para que pueda actuar sin pedir permiso, aplicar la ley con sentido de justicia, no de privilegio para los que se han creído dueños del país durante siglos.

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Una nueva Constitución, moderna, ágil, pétrea, garantista de los derechos ciudadanos. Solo así podremos tener un Estado democrático de derechos, solo así, con reglas claras y respetadas, podremos edificar otra República dentro del mismo sistema.

Es necesario el concurso de todos los que aman el país.  Es una tarea que no podemos dejársela al presidente Abinader, Antoliano y todos los que se sientan comprometidos con tan magna aspiración, porque los sectores tradicionales, acostumbrados a los privilegios, a designar jueces y fiscales, a diseñar leyes para que los congresistas las aprueben a sabiendas de que perjudican al pueblo, lucharan a brazos partidos, invertirán lo que haya que invertir, para que el país siga siendo el mismo de siempre, para que no sea otro.

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