Cada vez entiendo menos el país. Y cada vez estoy menos orgulloso de nuestra historia, incluso de haber nacido y de haberme formado en estas tierras. Los años pasan velozmente sin ver los resultados de la lucha, del esfuerzo y las energías de varias generaciones, incluyendo la mía. Es como si camináramos siempre hacia atrás, en reversa, todo el tiempo. O, como escribiera Lenin en el 1904 en su famosa obra, “un paso hacia adelante, dos pasos hacia atrás”, sobre el Congreso del partido obrero social demócrata ruso. Cuando damos un paso hacia adelante damos, no dos, sino varios hacia atrás; los cambios son coyunturales o relativos. Siempre volvemos sobre nuestros pasos. Es, como dicen algunos historiadores, “el ocaso de la nación dominicana”.
Los presidentes democráticos, con visión de futuro, han durado poco en el poder. Los ejemplos están a la vista: Ulises Francisco Espaillat (cinco meses), Juan Bosch, (siete meses) Francisco Caamaño, presidente de mayo a septiembre, surgido de las entrañas de la revuelta del 65, aplastado por la intervención militar estadounidense, impidiendo así el avance político democrático del país, volviendo al pasado con Joaquín Balaguer, el más “conspicuo de los esbirros” del dictador Rafael L. Trujillo.
Todo lo que no se puede hacer, lo que está prohibido por la ley o la Constitución, en este país se hace. Y lo peor, no pasa nada, no hay consecuencia. Debajo de un cártel donde dice: “No parqueo”, hay varios vehículos aparcados. Donde dice: “No doble a la izquierda o a la derecha”, todos los hacen. Y nada pasa, donde comerse la luz roja de los semáforos es un deporte. Así son todas las cosas en nuestro país. La política manda, no la ley.
Los conductores de vehículos públicos no pueden ser tocados, los que “manejan” carros y yipetas de lujo, menos; los motociclistas, ni pensarlo. Hablo de cosas menores, pero en las mayores el desorden es igual o peor. En estos 48 mil kilómetros cuadrados “todo el mundo hace lo que le da la gana”, porque “to e to y na e na”.
Y cuando llega un presidente o un partido que quiere cambiar las cosas, que quiere hacerlo bien, lo primero en oponerse son los de la “oposición” que siempre apuestan al fracaso, no al éxito del que gobierna. El caso de Luís Abinader es muy singular. Quiere sanear al Estado, convertirlo en un instrumento de desarrollo nacional, no en retranca. Pretende despojarse de todo el poder que le da la Constitución para dejar de ser un dios omnipotente y omnipresente, pero sus adversarios pretenden impedírselo. ¡Una locura! Los principales dirigentes políticos, empresariales, profesionales y sindicales no quiere que el presidente Abinader lo haga bien, que gobierne con honestidad y transparencia, que luche a brazos partidos contra la corrupción que tanto daño le ha hecho al país.
¡Insólito! Abinader quiere borrar el sistema presidencialista, pero no lo dejan. El presidente quiere que los tres poderes del Estado funcionen de manera independiente como dice la doctrina y como manda la Carta Magna, pero Leonel Fernández y sus aliados no lo desean; se oponen rabiosamente. El presidente Abinader quiere avanzar, no dos pasos, sino muchos, pero una buena parte de la gente de este país quiere que de muchos pasos hacia atrás. ¡Qué maldita vaina! ¿Qué país del carajo es este donde el caos no cesa? ¿Quién puede entenderlo? ¿Alguien alguna vez pondrá orden en el desorden? Yo estoy a punto de quemar la nave, de rendirme, tirar la toalla y dedicarme a la vida contemplativa, como un poeta vagabundo al que no le importe la métrica, el ritmo ni rima del poema de mi vida. ¡Si es que me dejan!
Por JUAN T H