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Eléxido Paula

Altice

Quisiera vivir en el país que describió el presidente de la República en su rendición de cuentas del 27 de febrero: “Alicia, en el país de las maravillas” dos horas y cuarenta y cinco minutos de discurso no le fueron suficiente para retratar una especie de sociedad perfecta, a modo de la legendaria obra “La Utopía” de Tomás Moro.

Su pieza oratoria estuvo centrada en destacar con bombos y platillos las medidas cortoplacistas y de simple mitigación tomadas frente a los grandes problemas nacionales, donde no hay uno de esos problemas resueltos plenamente.

Sabemos que el sistema de salud está prácticamente colapsado y con escaso presupuesto; falta de medicamentos y hospitales abandonados a su suerte. Tenemos déficits pronunciados en la calidad de la educación. El 4% asignado a esa área se ha destinado básicamente a la construcción de escuelas, pero dichas edificaciones han sido objeto de procesos de licitación cuestionados y con frecuentes vicios de construcción; acompañado de una nómina hipertrofiada y parasitaria.

No puede el jefe de Estado presentar el país como un paraíso y en abundante crecimiento, cuando la deuda pública ronda el 52% del PIB; el trabajo informal sobrepasa el 57% y con una tasa altísima de desempleo.

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Como es su costumbre, en discursos anteriores el primer mandatario de la nación esquiva y evade hablar de temas que laceran y cuestionan su gobierno como son: la justicia, el rol del Ministerio Público, la transparencia, la burda licitación y compra de punta catalina; sus relaciones, contrataciones y negocios ilícitos con el consorcio internacional ODEBRECHT. Por supuesto, no se refirió a los astronómicos niveles de corrupción que empañan su gobierno.

El presidente se ciñó en todo momento a un discurso populista y demagógico, con el propósito de crear ilusión, confianza y credibilidad ante la población, que en definitiva la ha perdido. Qué ilusión y confianza puede generar el jefe de Estado ante la ciudadanía donde existe un desbordamiento de la delincuencia, el robo, los atracos, feminicidios, auge del consumo y tráfico de drogas, es decir, la gente se siente insegura donde quiera que está.

Lo peor de todo, es que el jefe de Estado quiso autoproclamarse subliminarmente para la continuidad, queriendo decir que vivimos en un país en el que todos estamos felices, contentos y que progresamos.

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En su discurso el primer mandatario de la nación mostró sus más enconadas garras hacia su propósito reeleccionista cuando expresó “estoy dispuesto a pagar el precio que haga falta por servir a la patria”. Fue un discurso repetitivo y reiterativo de las mismas cifras e índices de alocuciones anteriores; en sus tres años de gestión ha querido promover: un país empinado en el progreso, cargado de abundancia y pleno de felicidad.

Ante los aprestos reeleccionistas del jefe de Estado sus corifeos y adláteres, millonarios todos, y a sabiendas del daño irreparable que haría a la democracia, la institucionalidad y a la gobernabilidad de la nación, tanto el sector más iluminado del empresariado, las iglesias y los sectores de la sociedad civil deben salirle al frente a dichos intentos y tomar posturas serias y patrióticas rechazando de plano los que promueven desde el Palacio Nacional otra repostulación. La oposición, por su parte, debe compactarse y evitar el fraccionamiento, el grupismo, el protagonismo y el individualismo, dando una señal clara hacia una gran concertación que nos encamine como nación a una regeneración nacional en lo social, político, económico y sobre todo una regeneración ética, moral, de grandes valores y principios.

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