El ídolo musical murió a los 42 años en su mansión y convertido en una sombra de lo que había sido
Por MIQUEL ECHARRI
Elpais.com
Cuando Elvis Presley (Tupelo, Misisipi, 1935-Memphis, Tennessee, 1977) actuó por vez primera en Las Vegas, el 23 de abril de 1956, acababa de cumplir 21 años. Aquel era un Elvis pletórico, rebosante de entusiasmo y energía. Acababa de encaramarse al número uno de las listas de éxito con Heartbreak Hotel, su reciente gira por el Medio Oeste de Estados Unidos había sido un éxito y le secundaba un trío de músicos formidables: Scotty Moore a la guitarra, Bill Brack al bajo y DJ Fontana a la batería.
Sin embargo, su actuación de esa tarde de abril en el hotel casino New Frontier pinchó en hueso. El público de curtidos jugadores de póker de mediana edad reaccionó con indiferencia gélida. Apenas hubo aplausos. Según la crónica de un diario local, “Elvis ofreció un lingotazo de whisky barato a una audiencia de gourmets acostumbrados al champán francés”.
Aquel era el público de Sinatra. Elvis, el ídolo de las adolescentes sureñas, les pareció zafio, histriónico y vulgar. “Tenía patillas frondosas y pelo enmarañado, como un nido de marmotas”, explicaba años después Freddie Bell, un artista de variedades con residencia en el hotel Sands de Las Vegas. “Vestía como un patán con ínfulas y se retorcía sobre el escenario como si hubiese metido los dedos en un enchufe”. La América vetusta y puritana aborrecía a aquel muchacho y el conato de insurrección juvenil que representaba.
Ni una triste foto que valiese la pena
Un tal Bill Willard publicó en su crónica del diario Las Vegas Sun que Elvis, además de un advenedizo al que le faltaba un buen trecho para llegar a ser alguien en el negocio musical, tenía una puesta en escena “aburrida y mediocre”. Incluso un fotógrafo con buen olfato, Jerry Abbott, presente aquella noche, llegó a la conclusión de que el cantante de Memphis no iba muy sobrado de sustancia: “Me puse al pie del escenario y le hice unas cuantas fotos, tal vez una docena, pero su espectáculo me pareció nulo desde el punto de vista visual. Decidí guardarme el resto del carrete para Shecky Greene, el cómico que actuaba a continuación y que era el plato fuerte de la velada”. ¿Quién se acuerda ahora de Shecky Greene?
Elvis se quedó en Las Vegas hasta primeros de mayo. Cumplió como un profesional sus dos semanas de residencia en el New Frontier e incluso un firme detractor como Jerry Abbott considera que “sus últimos conciertos fueron bastante mejores que los primeros”.
La ciudad le entusiasmó. La vida nocturna, la música, el blackjack, las excursiones por el desierto de Nevada, las coristas que se las ingeniaban para colarse en su suite. Fue amor a primera vista. Se dejó seducir por el punto de extravagancia y de locura plúmbea de aquel enorme parque de atracciones en el que todo parecía posible. Antes de irse, se comprometió a volver pocos meses después: estaba decidido a poner una pica en territorio Sinatra.
Residencia en la Tierra
Toca ahora una elipsis temporal de 13 años y dos meses. En ese tiempo, Elvis ha escalado la cima, se ha puesto el mundo por montera, se ha cortado el pelo, se ha ido a hacer el servicio militar a Alemania y, por fin, siempre instigado por su representante, Tom Parker, un turbio mercachifle con ideas de bombero, ha dejado de actuar en directo y se ha centrado en una carrera cinematográfica tan lucrativa como calamitosa.
El 31 julio de 1969, el rey del rock and roll vuelve al punto de partida, Las Vegas, para cantar en el recién inaugurado Hotel Internacional. Un año antes, el éxito de su actuación televisiva bautizada como Comeback special ha convencido incluso al terco y reticente Parker de que volver a dar conciertos puede ser un estupendo negocio.
El problema es que Elvis ha perdido el instinto nómada. No le apetece embarcarse en una gira extenuante, hoy en Boston, mañana en Nueva York, como hacen esos jóvenes velociraptores de la música popular que son los Rolling Stones. Él tiene 34 años, hábitos burgueses y la barriga llena. Prefiere instalarse en una ciudad en la que se sienta cómodo y que sea el público el que viaje para verlo a él. Como un rey que recibe a sus súbditos tras la empalizada de su castillo. ¿Qué mejor lugar que Las Vegas para hacer algo así?
Richard Zoglin, autor de Elvis in Vegas: How the King reinvented the Las Vegas Show, explica que el cantante fue quien trajo al rock el concepto de músico residente como alternativa a las giras. En cierto sentido, se trataba de sublimar la fórmula Sinatra, la del encuentro íntimo de un gran artista con su público en un entorno exclusivo, llevándolo a un nivel mucho más multitudinario. Sinatra actuaba para audiencias de unos pocos cientos de privilegiados, como si se hubiese colado en un banquete de bodas y se hubiese puesto a cantar. Elvis reunía noche tras noche a un ejército de fans atraídos por un reclamo insuperable: el Rey había vuelto a saltar al ruedo tras ocho años de ausencia, estaba en plena forma y Las Vegas era el único lugar del planeta en que era posible verle actuar. Tal y como explica Zoglin en su libro: “Lo de Sinatra era un espectáculo. Lo de Elvis, una experiencia”.
Días de vino y rosas
En esta ocasión, Tom Parker jugó sus cartas con mano maestra. Cuatro meses antes del debut en Las Vegas, concedió una entrevista para contarle al mundo que el Palladium de Londres le había ofrecido 28.000 dólares por una semana de actuaciones: “Les he contestado que eso está bien para mí, pero que me digan cuánto van a pagarle a Elvis”. Descartada Londres, los principales hoteles de la Ciudad del Pecado empezaron a pujar por el retorno del hijo pródigo. El Internacional se llevó el gato al agua al ofrecerle justo lo que quería, una maratón de bolos veraniegos: 57 en cuatro semanas.
Fueron un éxito. Elvis, en efecto, conservaba intactas la voz y la presencia escénica. Como Moore y Fontana estaban ganándose el jornal como músicos de sesión en Nashville y no podían permitirse el lujo de pasarse todo el mes de agosto en Las Vegas, el cantante reclutó una nueva banda, con el guitarrista James Burton y un par de grupos de góspel, The Imperials y Sweet Inspirations. Además, había ampliado su repertorio con temas recientes y nunca antes interpretados en directo, como In the Ghetto o Suspicious Minds.
Así nació un mito de la cultura pop al que Elvis, la película de Baz Luhrman protagonizada por Austin Butler que se estrena el 24 de junio, no acaba de hacer justicia. El Elvis gordo. El Elvis decadente. El Elvis atrincherado en Las Vegas, sumido en el estupor narcótico mientras el mundo gira y él permanece ajeno a todo lo que ocurre.
De todos los Elvis concebibles, este tal vez sea el más romántico. Sobre todo, para los que nos hemos acostumbrado a encontrarle un aura a la decrepitud. Andrés López Martínez, autor de Elvis Presley, la biografía del Rey, publicada en España por Cátedra, cree que ese Elvis tardío resulta muy defendible en lo musical: “La fascinación que llegó a despertar se debe, en mi opinión, a tres motivos: el primero, su espectacular regreso en 1968, con el especial de televisión de la NBC. Después, a la muy eficiente banda que lo acompañaba, la TCB Band, con la que actuó desde 1969 hasta su muerte, y por último, a lo mucho que se entregaba Elvis en directo”.
López Martínez considera que los aires crepusculares tardaron en llegar. Elvis dio algún que otro concierto “deficiente”, pero fue ya en sus últimos meses en Las Vegas, cuando el desgaste físico empezó a pasarle factura. Entre 1969 y bien entrada la década de los setenta, puede que hasta 1975, ofreció noche tras noche un espectáculo magnífico. A la altura de su leyenda.
Adláteres, chupópteros y falsos amigos
El biógrafo considera que “Elvis fue muy grande en los cincuenta y en los setenta″. En los sesenta, en cambio, entró en un profundo bache que erosionó su prestigio debido a “su absurda decisión de dedicarse al cine, por la búsqueda de dinero fácil y mal aconsejado por Parker”. Para López, Elvis podría perfectamente haberse sobrevivido a sí mismo y envejecido con dignidad si se hubiese librado “de sus colegas de la Mafia de Memphis y su representante”.
Todos fueron “parásitos de su éxito y no evitaron su triste final por miedo a perder sus favores”. Alimentaron su autoindulgencia con adulación y drogas: “A los mafiosos de Memphis, directamente, los sustentaba, y el coronel Parker trataba a Elvis, despiadadamente, como una vulgar gallina de los huevos de oro, nunca le importó su alcance artístico y musical”. En los últimos meses, “nadie fue capaz de decirle a la cara que se estaba arruinando la salud y que su vida peligraba”. Por desgracia, el Rey cerró su deslumbrante carrera “dando una serie final de conciertos muy por debajo de sus posibilidades y haciendo que la decadencia resultase evidente”.
Los últimos años del mito fueron una espiral descendente. Elvis se embarcó en alguna que otra gira para capitalizar aún más el impacto de su vuelta a los directos, pero su escenario natural era Las Vegas. Allí pasó muchísimo tiempo dando conciertos continuos, cultivando su reputación de donjuán y alternando con compañías dudosas mientras su esposa, Priscilla, lo esperaba en la mansión familiar de Graceland, en Memphis.
En febrero 1972, Priscilla hizo público que tenía una relación con Mike Stone, el profesor de kárate de su marido. Se separaron de inmediato y se divorciaron en agosto. Elvis residía ya gran parte del año en su legendario ático de la planta 30 del Hotel Internacional (hoy Hilton). Por aquella habitación pasaban los integrantes de la llamada Mafia de Memphis, que en su mayoría eran primos lejanos, amigos de infancia, viejos colegas de la temporada que pasó en el Ejército. Más que mafiosos, eran oportunistas y sanguijuelas, el tipo de personajes dudosos que suelen integrar el séquito de los reyes sobrevenidos.
Allí, “rodeado de amantes eventuales, niñeras, traficantes de droga, guardaespaldas, proxenetas y falsos amigos”, según el relato del periodista Patrick Humphreys, el Rey empezó a engordar y languidecer. La actriz, cantante y modelo Linda Thompson, una de sus últimas novias, convivió con el Elvis bravucón, intoxicado, desquiciado y obeso de esa recta final de su vida.
Presley estuvo a punto de matarla “por accidente” un día que hacía prácticas de tiro en su suite y una bala partida cruzó dos paredes y tres habitaciones para incrustarse a muy pocos centímetros de Thompson, que estaba duchándose en el cuarto de baño. Elvis, a esas alturas, ya ni siquiera podía practicar las llaves de kárate que tanto le habían entusiasmado en años anteriores, así que se dedicaba a engullir comida basura y jugar con sus pistolas.
Una muerte sórdida y sin épica
El 16 de agosto de 1977, Ginger Alden, la última de sus parejas, encontró a Elvis inconsciente en el cuarto de baño del segundo piso de Graceland. Lo llevaron al Baptist Memorial Hospital de la ciudad, donde falleció minutos después de las tres de la tarde. La causa de la muerte fue una arritmia causada por el consumo de opiáceos (codeína, Demerol, Percodán…). La autopsia desveló que sufría también estreñimiento crónico y severo, glaucoma y diabetes. Tenía 42 años.
Se había consumido y echado a perder a una edad prematura. Zoglin considera que lo mató “la fama, una toxina muy poderosa y muy nociva que, llegada a un cierto nivel, destruye a algunos y desestabiliza a casi todos”. El Elvis gordo se fue de este mundo de puntillas, después de haber emborronado las últimas páginas del libro de su leyenda. Al menos pudo llegar a conocer bien y disfrutar a conciencia de Las Vegas. La ciudad que, como decía Dean Martin, es lo más parecido al cielo que puede ofrecer la tierra.