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El transporte en nuestro país es un caos mayúsculo, fruto de la falta de una voluntad política que imponga el orden no importa lo que cueste. La República Dominicana, en sus calles, carreteras y avenidas es un país tercermundista por mucho. Nadie respeta las leyes de tránsito, como en el más atrasado país de África o Asia. Las ciudades principales se han convertido en metrópolis con sus edificios altos de oficinas y apartamentos, sus malls, sus tiendas por departamentos, supermercados, etc., pero el transporte, pese a la cantidad de vehículos de lujo, como en Europa y Estados Unidos, es un desastre. El “concho”, las “voladoras”, los vehículos pesados, y más de cuatro millones de motocicletas convierten las principales ciudades en una selva poblada por animales sin educación ni respeto por ninguna norma, ley, decreto o protocolo; con una policía vial que nadie respeta. Una verdadera selva donde prima el ¡Sálvese quien pueda!

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Constantemente me dicen que es un problema de “educación”. Es una verdad a medias. Es cierto que falta educación, pero más que eso, hace falta un “régimen de consecuencias” para todo el que viole la ley no importa quien sea, como se llame, que posición ocupe dentro o fuera del gobierno; conduzca un vehículo de lujo o un carro público, un camión recolector de basura, una patana empresarial o una motocicleta, de concho o delivery.

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A los dominicanos les hace falta educación en las calles de su país, pero no les ocurre lo mismo cuando llegan a los aeropuertos de Estados Unidos o Europa. Se educan desde que cruzan la puerta de migración. Entonces, amigos, no es cuestión de educación, es que allá las consecuencias son muy duras para los violadores de las leyes de tránsito. Las multas son altas, hay que pagarlas obligatoriamente.  Al borracho frente a un volante lo meten preso, lo deportan. El régimen de consecuencias es muy duro. No perdona a nadie. Ningún violador de la ley puede sobornar a un agente de tránsito, ni pasarle un celular para que hable con un “superior”.

En nuestro país nadie respeta la ley de tránsito, comenzando con los funcionarios, policías y militares, que suelen comerse la luz roja de los semáforos. Los ciudadanos comunes hacen exactamente lo mismo. En este país la luz amarilla es sinónimo de “¡acelere!”. Debajo un cartel que dice: “No parqueo”, hay un vehículo aparcado. Los motociclistas no tienen “papeles” de ningún tipo. Para ellos no hay normas, ni leyes. Nadie los detiene, ni los molesta. Son los verdaderos dueños de las calles. No hay consecuencias para nadie. Ese es el problema del tránsito y del país en sentido general: No hay consecuencias para los violadores de las leyes. Se requiere de una voluntad política firme, que imponga el imperio de la ley, donde el que la hizo la pague. La ley es dura pero es la ley. Y debe ser cumplida por todos, pues de lo contrario viviremos siempre en medio del caos, el desorden, el irrespeto.  No existe democracia en un país donde no se respeten sus leyes, lo que existe es un libertinaje, un desorden. La política o la politiquería, más bien, junto con el populismo no permitan que se tomen las medidas para terminar con el caos que reina en el transporte tanto público como privado. Los accidentes de tránsito no pueden seguir siendo una de las principales causas de muerte en el país. ¡No!

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(El cambio también debe llegar a las calles, carreteras y avenidas del país para hacerlas menos violentas, más amigables, humanas y democráticas, teniendo en cuenta que “el respeto al derecho ajeno es la paz”)

Por JUAN T H

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