Roberto Valenzuela
Me provoca una sonrisa la llamada «Casa de Alofoke», ese escenario que algunos contemplan con desdén, como si fuera la manifestación más cruda de «la plebe dominicana y de Puerto Rico». Se olvidan —o prefieren olvidar— que ese espacio no pretende ser un auditorio académico, sino entretenimiento puro. Y para entretener a la gente del caserío, del patio, del callejón, de la parte de atrás, hay que hablar su idioma, con sus códigos, su cadencia y su verdad.
Los personajes que desfilan por ahí —La Fruta, Capitán Alou, Mami Jordan, La Benítez, La Perversa, La Insuperable y demás— son precisamente eso: sociología popular en estado natural, un espejo donde se refleja un país que existe, respira y camina a nuestro lado.
A esos «plebes» —dicho sin ánimo de herir, sino para nombrar a hombres y mujeres del pueblo— no se les puede exigir la pulcritud de la academia si la misma sociedad que hoy los critica jamás les brindó educación ni oportunidades. Vienen «batiendo el cobre», «con el cuchillo en la boca», avanzando a puro esfuerzo, desde comunidades donde el progreso es un visitante escaso. En un país que no suele tender la mano a los de abajo. Es más fácil apuntar el dedo acusador, más difícil preguntarse por qué.
La historia lo confirma: la plebe siempre ha sido la olvidada, la empujada a los márgenes. La palabra —del latín plebs, plebis— se usaba y aún se usa para definir al desheredado, al pobre, al que carga la vida sin herencias que lo alivien. No es raro escuchar: «pero fulano sí es plebe», como si fuese una sentencia de inferioridad.
Y siguen vivas expresiones como «a la plebe hay que mantenerla con pan y circo» o «la plebe quiere ver sangre», herencia directa de los coliseos romanos, donde el pueblo alcanzaba el éxtasis viendo gladiadores despedazarse o caer ante las fieras. La emoción de la masa era un espectáculo tanto como la lucha en sí.
Hoy, como ayer, llamar a alguien «plebe» equivale a decirle vulgar, prosaico. En la jerga callejera se les dice «malapalabrosos». Curiosa ironía: quienes nunca tuvieron acceso a la palabra “correcta”, ahora son juzgados por no usarla.
En los debates actuales resuena con fuerza otra palabra: plebiscito. Figura jurídica manoseada, pero con raíces profundas. En la Roma antigua, los plebeyos —la clase más baja, aunque mayoría aplastante— carecían de derechos: no ocupaban cargos, no decidían, no eran tomados en cuenta ni como ciudadanos. Iban a la guerra, pero, cuando llegaba el reparto del botín, se les dejaba fuera.
Hasta que un día decidieron reunirse y crear sus propias asambleas, sus propias leyes, sus propios plebiscitos. Fue el primer grito colectivo de una clase que, cansada de ser invisible, exigió ser pueblo de verdad.
Desde entonces, el plebiscito quedó como símbolo de consulta popular directa. Porque la plebe no es solo la “clase baja”: es multitud, gente, pueblo, masa viva.
La Real Academia Española y otros diccionarios definen plebe como quienes ocupan el nivel socioeconómico más bajo, los marginados del progreso. Oxford Languages lo resume con cierta crudeza: «Con la transfiguración de las realidades en apariencias, se tiene a la plebe contenta».
En cambio, los patricios —del latín patricius, “padre”— eran los nobles, los descendientes de los primeros fundadores de Roma, los «padres fundadores».
El término sigue vivo: hablamos de los padres fundadores de Estados Unidos, del patricio Juan Pablo Duarte, o de cualquier figura que siembre las bases de una nación.
La plebe y los patricios: dos palabras antiguas que aún recorren nuestro lenguaje y nuestras miradas.
Y mientras algunos miran la «Casa de Alofoke» como un circo moderno, tal vez convenga recordar que, en todas las épocas, donde está el pueblo, ahí está la verdadera historia.

